No Soy un Pirata

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No Soy un Pirata

Por: Inés R.

Hacía mucho tiempo que James llegó a la isla. Tanto tiempo, que todos sus recuerdos ya pertenecían a aquel lugar. Solo si se esforzaba mucho por volver la vista atrás, podía entrever el día en que despertó por primera vez en sus orillas de arena blanca.

Por entonces viajaba en un buque mercante que transportaba té y especias desde las tierras lejanas de China. La tripulación se encontraba en el viaje de vuelta a Inglaterra cuando divisaron una bandera negra aproximándose por la popa. La nave, lenta y pesada, no pudo evitar el ataque. Los oficiales al mando trataron de defender la carga, instigando a la tripulación a combatir. Los cañones hicieron saltar la cubierta por los aires, hasta que ya apenas quedaba nada que salvar cuando se produjo el abordaje. Hacía mucho de aquello, y los recuerdos eran borrosos.

Tras el naufragio, James despertó en una playa, rodeado de despojos del barco, aunque no supo identificar de cuál de los dos. El sol le había quemado la espalda, y la sal y la arena le habían secado la boca. Tan pronto fue capaz de incorporarse, a pesar del cansancio, y del miedo que apenas le dejaba respirar, comenzó a buscar otros supervivientes. Tan solo cuando, agotado, se dejó caer sobre la arena, divisó frente a la costa un navío fondeado en las aguas cristalinas de la bahía. Comenzó a hacer señales, tan eufórico que no se paró a pensar en que unos instantes antes la bahía estaba desierta. Una vez a bordo del bote que le llevaba al barco, el consuelo de creerse por fin rescatado se convirtió de nuevo en terror, nada más ver la calavera que ondeaba en la bandera del palo mayor.

Los piratas le convirtieron en miembro de su tripulación, y a pesar de no estar encerrado, era sin duda un prisionero en aquel barco. Fue así como, con el paso de los días, advirtió que aquellas aguas no eran las mismas en las que había naufragado. Las corrientes debían haberle arrastrado mucho más lejos de lo que creía.

En aquel lugar el tiempo parecía pasar con extraña rapidez, y James no tardó en aprender que no eran los únicos habitantes de la isla. La selva cercana a la playa estaba poblada por una tribu indígena, que demostró ser poco amigable cada vez que los piratas desembarcaban para hacerse con suministros. Sin embargo, la mayor amenaza era también la más insólita.

James se mostró abiertamente horrorizado la primera vez que la tripulación se enfrentó a aquel grupillo de niños. Al fin y al cabo, no eran más que unos críos que sin duda llevaban perdidos en aquel islote demasiado tiempo. No obstante, esa idea pronto abandonó su cabeza, en cuanto vio que más y más chiquillos salían corriendo de entre los árboles, blandiendo toscas hachas, espadas y cuchillos; sus rollizas caritas descompuestas en muecas y gritos salvajes. Sobrepasaban con mucho a la pequeña dotación de piratas, y no era extraño que en ocasiones ésta acabara mermada tras aquellas escaramuzas. Sin duda habrían acabado exterminados, de no ser por los náufragos que de vez en cuando aparecían en la playa. Como si algo intentara compensar las fuerzas de ambos bandos.

Aquellos salvajes marchaban dirigidos por un muchacho inquieto y cruel como James no había visto nunca. Les azuzaba salvajemente contra los piratas, y aquellos que huían o no luchaban eran ferozmente castigados. Su actitud, sin embargo, era animada y vivaracha, como si todo aquello no fuera más que un juego en el que no podía perder.

Debía de haber pasado mucho tiempo desde entonces, y sin embargo nada parecía haber cambiado. Ni siquiera aquel mocoso, apenas cubierto con hojas y musgo, por el que los años resbalaban sin dejar rastro. Se oían todo tipo de rumores entre la tripulación del Jolly Roger, a cuál más inquietante. Se decía que había vendido su alma al diablo para que el tiempo no le alcanzara. Algunos hombres afirmaban haber visto cómo se deshacía de los niños que no podían eludir como él el paso de las estaciones. Y, sin embargo, a pesar de todo aquello, James no podía olvidar que no era más que un niño. No obstante, este detalle a los piratas no les suponía un problema, y ya habían manifestado su desconcierto en numerosas ocasiones, ante las órdenes estrictas de capturar al muchacho con vida. Porque James no era un pirata. Desde que apareció en la prisión que era aquel islote, había notado cómo los recuerdos de su vida anterior se debilitaban con rapidez, hasta convertirse en una sombra. Ya no recordaba de dónde procedía, ni a su familia, ni siquiera su nombre completo. Pero había algo que sí permanecía en su memoria como grabado a fuego, y era la certeza de que él no era uno de aquellos bárbaros. Los principios morales que habían orientado su vida aún le guiaban, como un faro en una tempestad. Abandonarlos supondría abandonar su propia humanidad y convertirse en uno más de aquellos corsarios.

De manera que, desde que se hizo con el barco, había dedicado todos sus esfuerzos a abandonar aquella isla maldita, pero todo parecía ponerse en su contra para impedírselo. Las aguas que rodeaban la costa estaban plagadas de rocas y bancos de arena que dificultaban la navegación, y las pocas veces que conseguían sortearlos, algo les hacía volver. En ocasiones era una tormenta, un fuerte oleaje, o poderosas corrientes que desviaban su trayectoria, mientras que otras veces perdían el rumbo inexplicablemente y navegaban en círculos hasta volver de nuevo a las mismas costas.

Sin embargo, todo cambió un día en que, una vez más, los piratas se encontraban en la playa, cargando los botes con provisiones para hacerse a la mar. Súbitamente, una jauría de niños apareció de entre los árboles. Pronto les rodearon y prendieron fuego a los botes, deshaciéndose de los víveres que habían reunido, y frustrando su retirada hacia el barco. La lucha les hizo retroceder cada vez más hacia el interior de la selva, hasta arrinconarlos contra el río que atravesaba la isla. Acorralado, el capitán de los piratas trató de razonar con los niños, en un intento de salvar su tripulación. Tomarían algunas provisiones y se marcharían de la isla para siempre. A cambio, les dejarían buena parte de su botín. El cabecilla de los muchachos rio alegremente y, aprovechando el desconcierto del capitán, se abalanzó sobre él, cercenando limpiamente su mano con la rudimentaria espada que blandía.

—¿Huir de Nunca Jamás? —profirió el muchacho con voz estridente— ¡Yo soy Nunca Jamás! ¡Y nunca podrás huir de mí, mientras viva!

Entre risas y ovaciones, como si acabara de ganar un juego excelente, arrojó la mano sin vida al río, curioso por saber si le gustaría a los cocodrilos.

La herida se infectó rápidamente. James convaleció en su camastro durante varios días, delirando cuando no se encontraba inconsciente. Cuando el capitán por fin recuperó el sentido, pronto se hizo patente que no sólo había peligrado su vida, sino también su propia cordura. Era frecuente encontrarle en actitud ausente, perdido en sus pensamientos. También su carácter había cambiado. Se había vuelto irascible y violento con la tripulación. Reinaba una gran confusión entre los piratas, pero nadie se atrevía a comentarlo en voz demasiado alta. No obstante, el desconcierto fue aún mayor cuando, apenas cicatrizada la herida, el capitán se hizo colocar en el muñón un afilado garfio.

Y es que James había encontrado al fin la respuesta al misterio de aquella isla, y por qué nunca pudieron abandonarla. «Yo soy Nunca Jamás». De modo que ahí estaba la respuesta. Ese crío arrogante era la razón de ser de aquel lugar, el motivo por el que aún no le había matado, ni podía abandonar la isla a pesar de sus muchos esfuerzos. Los piratas estaban allí para su diversión, para entretenerle y alimentar su ego. Y si su única oportunidad de alcanzar alta mar pasaba por deshacerse de aquel crío, debía tomarla, no importaba el coste.

El capitán del Jolly Roger se volvió hacia las limpias costas de la bahía, y con una voz ronca, que no parecía la suya, bramó una orden:

—¡TODO EL MUNDO A CUBIERTA! ¡ARRIAD LOS ESQUIFES! ¡PREPARAOS PARA ATACAR!

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