En el Hogar de Ancianos

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En el Hogar de Ancianos

Por: Ann Mïrllad

Relato Corto: En el hogar de ancianos

El esposo de madre, alias Tom Sawyer II, arregló una cámara fotográfica y me la obsequió cuando el abuelo Carlote aún no nos había dejado.

Contemplando el cielo desde mi columpio, se me ha ocurrido convertirme en fotógrafo. Mejor que ser otra cosa, pienso decididamente. Pero después vuelvo a pensar que puedo ser al mismo tiempo otras cosas importantes.

Es un magnífico día de verano. Tenemos vacaciones y queremos salir de casa a tomar fotografías. Decimos en casa que tomaremos fotografías por los alrededores. El abuelo Carlote enseguida mete la cuchareta: que solo demos la vuelta a la manzana, y demos otra vuelta y otra si no estamos conformes o nos sobra tiempo; pero que en ningún caso nos alejemos de las calles Colón y Gutiérrez.

Juro que no voy a desviarme de nuestra zona… Pero desobedecemos… Andando y tirando fotos nos alejamos del vecindario y nos encaminamos hacia la barranca, y cuando nos damos cuenta, estamos en los bajos de la loma de La Pastora.

Descendemos otra loma y seguimos un camino de tierra que conduce a una casa con portal. Las paredes de la casa están mal pintadas y hay un cartelón en la entrada que dice HOGAR DE ANCIANOS.

“Los ancianos pueden ser un material interesante para mis fotografías”, pienso. Así que enseguida queremos hacer fotos artísticas a los viejecitos que están sentados como estatuas en los sillones del portal. Ninguno levanta la cabeza para recibirnos, y nosotras paradas ahí, también como estatuas. Las ancianas visten batas de casa muy sucias y tienen el pelo pegado a sus pequeñas cabezas, como si no se las hubieran lavado en años. Los ancianos llevan pantalones amarrados con sogas o cordones, manchados de orine.

“¿Quién?”, pregunta desde adentro una enfermera gorda, despeinada y poco amable.

“¿Quién qué?”, pregunto yo sin entender la pregunta.

“¿Qué quién es?”, pregunta la mujer acercándose al portón.

Entonces se detiene a mirar mi cara. Mi cara no le dice nada y le dice muchas cosas.

“Buenos días. Quisiera tomar unas fotos a los ancianos que viven aquí”, le digo amablemente.

“¿Para qué?”. La enfermera tiene una voz que corta, como si fuera de vinagre y latón, por lo menos.

“Pues quiero ser artista”, afirmo mostrándole la cámara fotográfica.

La enfermera rompe a reír como una loca. A mí me entran ganas de llorar. Después pone cara de ogro. A mí no se me quitan las ganas de llorar…

“¡Como si los tiempos estuvieran para ser artista!… Regresa a tu casa, chiquilla, aquí no se puede tirar ninguna foto. ¡No hay permiso de Salud Pública! Hace días vino un hombre de otro país y retrató a los viejos. Eso le costó la cárcel a la enfermera que
trabajaba aquí antes que yo.

“Pero yo no voy a usar esas fotos para nada malo”, intento aclararle.

“¡Nada de fotos!”, grita la mujer. “¡Está prohibido!”

Me armo de valor y aguanto las ganas de llorar. Mi amiga invisible se esconde del otro lado del portón.

“¡Quisiera ver al Director!”.

La enfermera abre tanto la boca para reír de nuevo que consigo ver caries en todas sus muelas.

“Aquí no hay D-i-r-e-c-t-o-r, mocosa. En todas las instituciones gobierna un Administrador, especie de humano que se hace el que trabaja, desvía los recursos y nunca está cuando hace falta…”

“¡Ese mismo!… ¿Cómo se llama?

“Me llamo María. ¡Y el Administrador no está!”

“¿Cuál es su nombre?”, insisto.

“¡Cuál va a ser! M-a-r-í-a…”

Sigo pensando en el Administrador sin entender nada.

“Adiós”, murmuro dándome por vencida.

La enfermera, despeinada, sucia, gorda y con voz de hojalata arcaica, voltea su espalda sin despedirse.

Hay gente tan indeseable…

Consigo tirarle una foto antes de que me dé la espalda.

Es una buena foto, una foto para el futuro. Encarna estos tiempos.

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