El Color Blanco

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El Color Blanco

Por: Luna Lunera (12 años)

Mi color favorito es el blanco. Me encanta mirar a través de la ventana, en un cielo azul sus bonitas nubes blancas como si fueran de algodón esponjoso suspendidas en el aire; me gusta sumergirme en las sábanas blancas de un hotel inundadas de olor a apresto ¡ay! me gusta tanto el olor en primavera a jazmín … y es que no conozco nada, nada que huela mejor que el blanco. Por la mañana, el olor a leche calentita tras salir burbujeante del microondas me transporta a los veranos en casa de mis abuelos cuando tras ordeñar a la vaca Florentina, en el hogar de la chimenea, mi abuelita coloca la leche, en aquella cacerola roja, un poco descascarillada, hasta que cuece, sí ese olor a leche hervida que tiene el mejor sabor del mundo, pero que se derrama cuando de manera despistada tuerces la cabeza y la leche aprovecha para salir de su recipiente al ver tu despiste, como si de una niña vergonzosa se tratara.

Mi tío abuelo fue el que sin darme cuenta me enseñó el valor de ese color. El tío Miguel, que así se llama, debía de tener sesenta, no… ochenta… bueno ¡no sé!, tal vez tuviera más de cien años y lo de la edad no lo digo porque estuviera lleno de arrugas o anduviera encorvado con una garrota, ¡qué va! el tío Miguel siempre iba más tieso que uno de mis lapiceros de colores, delgado como los gusanitos de seda con los que me gustar jugar y tenía mejor color que las cerezas de la frutería que hay en la plaza, pero, ¡sabía tantas cosas! Eran muchas las anécdotas que le habían pasado se necesitaba una vida muy larga para atesorar en su haber tantas vivencias e historias. Mi tío Miguelín (yo le llamaba así cariñosamente) fue el que me enseñó el secreto del blanco. “No hay nada mejor que un montón de hojas blancas para pasar la tarde más entretenida del mundo y si además lo acompañas con los acordes de una música entrañable que navega de forma descarada por
el ambiente, entonces, te aseguro- solía decirme el tío -que pasarás una me las mejores tardes de tu vida”.

La tía Maruja, era su mujer y cuando iba a verla a su casa, me sacaba una bandeja de mantecados rebozados en azúcar que sabían a gloria bendita. Por intentar ser un niño educado, sólo cogía una, pero ella, insistía para que comiera varios y yo gustoso siempre la hice caso. Creo que mi tía se daba cuenta con el gusto con el que más que comérmelos los devoraba y antes de irme, me preparaba en papel de estraza, un paquete con al menos dos docenas de esos riquísimos dulces.: “Toma hijo, llévatelos – me decía siempre – tu tío Miguelón, es un poco raro y nos los prueba- continuaba diciendo la tía Maruja- pero no pasa nada, ya me los como yo por él”.

La tía, estaba bastante entradita en carnes, era muy simpática, pero siempre que se refería a su marido, se dirigía a él como si fuera un poco raro en un tono bastante gracioso:

– “Hoy se ha sentado en la mesa de su despacho y no ha parado ni a comer, tan solo se ha bebido un vaso de zumo. Así está tan delgado ¡y más qué va a estar como siga así! – decía con un tono un poco preocupado.

El día que fue el cumpleaños del tío Miguel, como le gustaba tanto escribir le regalamos una pluma que compró mi padre.

Cuando íbamos en verano al pueblo yo pasaba muchas tardes con él porque me encantaba todo lo que me contaba. Una vez me dijo que el día que lo que es blanco cambie de color habrá perdido su sentido y lo más probable es que habrá entrado en decadencia: las nubes grises, indicarán lluvia, la leche agria pierde el color blanco brillante, el vestido de una novia se vuelve oscuro al acabar el día y las hojas de papel amarillean cuando amontonadas en el olvido pierden el interés de los sabios.

Yo le escuchaba, aunque no siempre le entendía.

Un día en casa, sonó el teléfono a las cuatro de la mañana, mamá se levantó de un salto y cuando terminó la conversación comenzó a llorar.

Nos vestimos con la ropa de los domingos, aunque yo no sabía bien qué ocurría.

Al llegar al pueblo, la tía Maruja estaba allí, ese día no tenía su delantal blanco inmaculado que llevaba mientras prepara los riquísimos mantecados. En su lugar, estaba ataviada con ropas grises, sus ojos miraban al vacío y sus labios habían perdido ese arco natural que siempre dibujaban una bella sonrisa en su rostro.

Aquel día miles de palomas revoloteaban por todas partes, su gorjeo era un tanto estruendoso, estaban muy agitadas.

El tío Miguel estaba malo y por el ambiente que se respiraba, no debía ser nada bueno.

Corrí a las eras, aquel lugar donde tantas veces había ido con él a admirar las nubes. Conseguí varias azucenas silvestres blancas y del jardín de casa corté unas bonitas rosas blancas, las más hermosas que encontré. Miré al cielo, las nubes parecían que aquel día barruntaban agua.

Quise llegar a casa del tío y entregarle aquellas flores que tanto le gustaban, me acerqué a su cama, en una mano llevaba el ramillete que conseguí cortar en el campo y en el jardín, en la otra un vaso de leche calentita que como tantas veces él me dijo “resucita a los muertos”. En su mesilla, como siempre, un par de libros y varias libretas con historias a medio escribir.

“Olvidé decirte -me dijo-que el blanco por sí solo no tiene valor, para resaltar su hermosura debe estar acompañado en su camino: la leche, con el café, las nubes con el gris del agua para que así desempeñen su papel, la flor con el verde de las ramas, y la hoja de papel con la tinta inseparable de un buen bolígrafo o una pluma; el blanco sólo, se pierde en el olvido.»

Hoy, junto al tío, he aprendido, que el resto de los colores, se funden con el blanco en armonía, la alegría del rojo torna rosa con el blanco, el azul se convierte en pastel y el negro en gris. Las cosas altas lo son porque hay cosas bajas, las oscuras porque las hay claras, y así cada cual es hermoso.

“Hoy todos lloran porque me voy – continuó diciendo – pero recuerda que el blanco existe porque está el negro y la vida existe porque nos espera la muerte. Muchas veces las cosas bellas duran poco, como la amapola o el tulipán, sin embargo, la belleza de las palabras escritas se mantiene en el tiempo, como los buenos recuerdos y las buenas obras. Anímate a manchar de negro la blancura de las hojas para que así perduren tus palabras en la historia. Yo me voy a un mundo distinto, pero aquí dejo mis recuerdos estampados en mis escritos, para que jamás me olvidéis, y el vacío de los días venideros los rellenéis con mis palabras. A ti, sobrino fiel, te dejo mi pluma y mi bolígrafo, sigue viniendo a casa con la tía Maruja y mientras degustes sus ricos mantecados, recuerda que, junto a la mesa del despacho entre los libros de la estantería, estaré yo con vosotros, vigilando esos kilos de más que gracias a esos ricos dulces también os acompañarán -bromeó con una débil sonrisa.»

Los meses han pasado y sigo recordando las palabras de mi tío, él me ha enseñado que debemos ir sembrando cosas buenas e ir eliminando los borrones que enturbien las palabras de las blancas hojas de papel, para que de esta manera, sigamos viviendo a lo largo del tiempo en el recuerdo de todos y así consigamos eliminar la cizaña que envenena el buen pasto, el bien que seamos capaces de derrochar en nuestro camino será lo que quedará cuando nos toque viajar hacia nuestro viaje definitivo.

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