El Abeto Cuentacuentos

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El Abeto Cuentacuentos

Por: Lehaim

Relato corto: El Abeto Cuentacuentos

Había una vez, en un país muy, muy pero que muy lejano, un hermoso jardín lleno de árboles muy pero que muy altos, flores hermosísimas y plantas de todas las clases que se puedan imaginar.

En este hermosísimo lugar, había una pequeña pero acogedora casita de paredes blanquísimas, llenas de macetas y una jaula, con un canario amarillo y cantarín llamado Pío; ventanas y puertas de un alegre color azul intenso y tejado, de chispeantes tejas rojas.

En esta casa, vivía una preciosa niña, llamada Violeta con sus padres, que eran los que guardaban y cuidaban, ese trozo de cielo en la tierra que era el mágico jardín, porque estaba encantado y, si seguís oyendo esta historia, lo comprobaréis por vosotros mismos.

Un día de verano que hacía muchísima calor, después de comer la niña, le pidió permiso a su mamá para ir donde estaban los árboles tan altos, porque allí se estaba muy fresquito. Su mamá le dijo que sí podía ir, pero antes tenía que coger una manta para tumbarse, sobre la fresca hierba.

La niña así lo hizo y, tomando una mullida manta, de alegres colores, que le había regalado su abuelita por su último cumpleaños, una cestita con agua, fruta y un bocadillo de queso para la merienda; después de darle un beso a su mamá, se fue en busca de su árbol favorito.

Era un abeto enorme que le recordaba la Navidad y, esto era algo que ella no le había dicho a nadie, le contaba preciosas historias, mientras mecía sus ramas dándole un fresquito maravilloso.

– ¡Hola querido abeto! – dijo Violeta tumbándose bajo sus ramas- ¿Qué historia me vas a contar hoy?; el árbol suave y dulcemente meció sus ramas y comenzó con su Mágica voz a contarle despacito.

Hace muchísimos años, cuando yo aún era un árbol muy pequeñito, un día se posó en una de mis ramas una preciosa golondrina que había visitado países muy lejanos y vivido tantas aventuras que no sabía cuál de ellas elegir para contarme y así agradecer mi hospitalidad. Después de piar un ratito, mirando el cielo, dijo: ¡ya está!, la de las niñas presumidas.

En uno de mis viajes, paré a descansar en el poyete de la ventana de una casa preciosa y, mirando dentro de la habitación, vi a la niña más bonita que hasta ese día había visto.

Estaba delante de un gran espejo, mirándose dando vueltas para verse por todos lados; se soltaba el pelo, se lo recogía en un moño, se cambiaba de ropa y ponía caritas de mil maneras.

Como la ventana estaba entreabierta, pude escuchar como la niña decía:

– ¡Qué guapa soy!, no hay ninguna otra niña tan guapa como yo en el pueblo. Ni que tenga vestidos, joyas, perfumes y zapatos más bonitos que los míos, por eso no me gusta juntarme con ellas, solamente con mi prima y sus amigas de la ciudad que son más finas y elegantes.

Yo no podía creer que una niña tan pequeña, fuera tan presumida y antipática, así que como no tenía prisa, decidí quedarme unos días para observarla.

Una tarde, vinieron su prima y las amigas de la ciudad y, juntas, se fueron a pasear por el bosque, donde estaban jugando los niños y niñas del pueblo y ellas, muy tiesas y presumidas, pasaron sin mirarlos ni respondieron a los saludos porque, se consideraban superiores. Los niños, encogiéndose de hombros siguieron a lo suyo, pasándolo en grande.

Ana, así se llamaba la niña, y sus invitadas, decidieron seguir caminando y se internaron demasiado en el bosque, tanto que cuando quisieron volver, no sabían cómo ni por dónde.

Empezó a oscurecer y estaban muy asustadas porque, por muchas vueltas que daban, volvían al mismo sitio.

Entre los niños que jugaban, había uno muy guapo, alto, fuerte que se llamaba Ramón y se había dado cuenta de que no volvían y se estaba haciendo de noche.

A Ramón le gustaba mucho Ana, aunque reconocía que era bastante presumida y les dijo a los demás que debían ir a buscarlas, pero éstos no querían porque estaban hartos de sus desprecios, sobre todo estaban molestos con Ana ya que vivía en el pueblo, la veían más a menudo y pensaban que, un buen escarmiento les vendría muy bien a todas; Tanto insistió Ramón que, al final, fueron en su busca.

Entraron en la espesura del bosque dando grandes voces llamándolas y, al cabo de un buen rato, se las encontraron sentadas sobre un tronco de árbol, sucias, asustadas y abrazadas llorosas unas a otras.

Cuando los vieron llegar, en un principio, intentaron recomponer sus vestidos y peinados e ignorarlos porque pensaban que, con solo seguirlos, saldrían de allí sin necesidad de hablar con ellos pero Ana, que en el fondo deseaba formar parte de la pandilla y también le gustaba Ramón, se acercó a él, tomándole de la mano y mirando a los demás, les pidió perdón por ser tan orgullosa y antipática y les rogó, por favor, que las ayudaran.

Todos juntos salieron del bosque quedando, para jugar, al día siguiente y cada vez que pudieran; desde ese día no hubo en toda la comarca una pandilla más unida.

Violeta pensó, en la razón que tenía la golondrina al decir que esas niñas eran insoportables porque en su escuela, había algunas que se creían princesas y miraban a las otras por encima del hombro; a ella no le importaba mucho ya que tenía a su amigo Felipe y su amiga Rosa y juntos se lo pasaban estupendamente. Dentro de un rato se iba a encontrar con ellos; irían a comer un helado y a jugar al parque; la verdad es que soy una niña muy afortunada –pensó Violeta- porque tengo a Felipe, Rosa y mi querido abeto cuenta cuentos.

Acercándose al árbol, lo abrazó y le dio las gracias por ese cuento tan bonito que le había contado diciéndole que, si volvía a ver a la golondrina, le pidiera, por favor, otra historia de las muchas que había vivido, para luego contársela a ella y así conocer otros lugares y la vida de otros niños.

El abeto, meció sus ramas y al momento, cayó sobre ella una lluvia de hojas doradas envolviendo, a una pequeña criatura que, posándose en su mano, le sonrió.

– Soy el hada de tu jardín y quiero decirte que, cuando desees oír bonitas historias, también me puedes llamar a mí, mi nombre es Iris y estaré encantada de acudir a tu llamada así, nuestro amigo, tendrá tiempo de escuchar aventuras de golondrinas, abejas, gorriones y demás animalitos, para luego contárnoslas a nosotras, ¿te parece bien?

Violeta estaba muy emocionada, no sabía qué decir y, asintiendo con la cabeza, cerraron el trato.

– Ahora, me tengo que ir querida Iris; he quedado con mis amigos pero, si te parece bien, mañana los traigo y pasamos una tarde mágica.

– Por supuesto, siempre que crean en la magia.

– Claro que creen, solamente es que yo he sido un poquito egoísta y no les he contado nada de mi jardín y mi abeto.

– Pues entonces, vamos, no te demores más y ve a por ellos, ¡hasta mañana!

– Hasta mañana Iris

Y dicho y hecho, Violeta se fue a su casa, dejó su cesta y, dándole un beso a su mamá, salió al encuentro de Felipe y Rosa, ansiosa por contarles las maravillosas aventuras que les esperaban en el jardín.

Y colorín colorado este cuento se ha acabado

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