Meteorito

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Meteorito

Por: Mel Brezo

Al principio lo anunciaron en los medios de información. Ocurrieron avistamientos celestes, y de tal evento mucho se dijo en los papeles de los quioscos, las pantallas domésticas y en los móviles. Comunicaron el fenómeno como un hecho anecdótico y quizás hasta entretenido. Les seguiremos informando, decían. Lo importante era evitar sobresaltos injustificados entre la ciudadanía. Incluso el disimulo se procuró cuando de lo alto cayó algo que destruyó una rotonda recién inaugurada. Entonces se hicieron chistes, incluso televisivos, sobre el buen gusto arquitectónico de los de arriba. Al fin y al cabo, no mató a nadie.

Más graves fueron las consecuencias de lo descendido más tarde sobre un lugar de reunión y comidas, donde un pequeño grupo de próceres políticos se encontraba dilucidando, a los postres, nuevas mejoras urbanísticas, como una nueva rotonda y su fuente luminosa. Todos resultaron muertos, quemados, casi irreconocibles entre tantos trozos de carne abrasada. Fue una circunstancia desgraciada y fortuita, ajena a estadística alguna mínimamente probable, según comentaron en todos los medios del papel y la tele. De este suceso también se escucharon comentarios jocosos por parte de algunos desaprensivos, acordes a su propia tendencia política ya conocida por contraria a la paz y el bien establecido. O dependiendo del humor sarcástico y algo negro de chistosos varios.

El asunto de los meteoritos, tan extrañamente precisos como ahora letales, sí dio lugar a la inquietud de los gobernantes aún vivos, y crearon una comisión al respecto y pusieron al frente a un veterano político, por entonces derivado a polemista tertuliano de medios televisivos; como ayudante escogieron un meteorólogo, otro habitual de las imágenes, aspecto éste que no le restaba cualificación alguna, en cambio sí generó dudas su empeño en llamar meteoro también al granizo, además de argumentarlo todo con movimientos corporales, poco serios para las circunstancias, a modo de baile vehemente, quizá ritual o incluso profesional, mientras señalaba hacía arriba o abajo, izquierda o derecha, en vez de aclarar a los indoctos la diferencia entre meteoro y meteorito, junto a las posibles consecuencias de uno u otro cuando impactan en las cabezas humanas.

A pesar de medida tan contundente como la mencionada, cierto pánico preocupó a las esferas altas del poder e incluso entre la oposición, ambos acordes esta vez. Por fin, todos juntos contra algo… en este caso los pedruscos celestiales. De momento, los fallecidos sumaban todos en un banco político, quedando el otro indemne, lo cual no dejaba de procurar cierta malsana alegría entre los sanos, quienes no lograban evitar un espurio gozo, aunque lo disimulaban bien gracias a la costumbre del engaño.

El desasosiego mayúsculo sucedió días después, cuando otro impacto astral derribó parte de la adornada fachada donde los representantes del pueblo soberano mejoraban cada día el bienestar general. Los leones pétreos y las hercúleas columnas de la entrada se vinieron abajo y fueron polvo de promesas al viento. Fue justo el día cuando se agrupaban en el inmueble todos los gobernantes así como los aspirantes a serlo. Por desgracia, junto a la destrucción del hermoso frontal arquitectónico, también aplastó algunas dependencias menores destinadas a los subalternos: asunto lamentable, pero llevadero y poco noticiable. Lo digno de portadas fue el hundimiento de la zona dedicada a la restauración y pitanza de alimentos e ingesta de líquidos con los cuales reponerse del trabajo y la sequedad debidos al sudor cotidiano de los representativos parlantes congresuales. Este lugar de condumio fue el de mayor número de víctimas, y en él sí las hubo nobles y distintivas.

Con tantas desgracias, la población empezó a tomar en serio los fenómenos que habían defenestrado su elegante edificio del poder entendido como público, y la gente de a pie comprendió que un meteoro puede ser el granizo, pero un meteorito viene de más lejos, suele ser más grande y cae a una velocidad del puto carajo, según expresión extendida en las pantallitas móviles. Esta enseñanza se le ha de computar, finalmente, como mérito al gesticulante hombre del tiempo televisivo e integrante en la comisión que dilucidaría el asunto y debiera topar con la solución oportuna. En breve darán su comunicado semanal, decían los medios.

A pesar del control gubernamental de la situación, pronto surgió un cada vez mayor pánico entre la población, y ésta abandonó los habituales jolgorios de barra de bar y se preocupó por sus propias cabezas, no fuese a suceder que…

Para no soportar el daño de la ansiedad, los ciudadanos dieron en culpar e incluso insultar y reclamar a sus políticos la solución inmediata al espanto. En cambio, los electos ocupaban su tiempo público y privado en tender la mirada hacia lugares de más altas miras, allá arriba, por ver así lo que les pudiera venir encima en cualquier momento.

Y ocurrieron manifestaciones callejeras, algaradas tremendas y proclamas pidiendo con tozudez lo imposible: ¡paren esto, ya!

Entonces, desde el cielo y sus astros o, quizás, enviado por seres de verdad inteligentes, llegó el gran susto, el decisivo, el meteorito más grande, el definitivo, y ya nadie reclamó nada jamás.

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