La Mano Izquierda, la Mano Derecha y el Aplauso

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La Mano Izquierda, la Mano Derecha y el Aplauso

Por: Luis Román

Hubo una vez dos hermanas gemelas que, aunque se parecían mucho, no eran exactamente iguales.

Una se llamaba mano izquierda y otra mano derecha. Las dos tenían una palma y los mismos cinco dedos; el pulgar, el índice, el corazón, el anular y el meñique. Curiosamente, cuando la mano derecha se miraba en el espejo la que aparecía era la mano izquierda, y si era la mano izquierda la que se miraba, entonces era la mano derecha la que se veía al otro lado.

Desde pequeñas se habían llevado estupendamente, y sabían que juntas eran capaces de hacer muchas cosas que, por separado, les eran muy difíciles.

En la aldea donde vivían eran muy respetadas porque gracias a sus habilidades, los problemas del pueblo se resolvían en un abrir y cerrar de ojos. Unas veces la mano izquierda sujetaba y la mano derecha apretaba, otras era al revés, la mano derecha sujetaba y la mano izquierda, por ejemplo, enhebraba. Además, por si todo esto fuera poco, cada una en solitario era capaz de realizar faenas muy diversas. Si la mano derecha estaba sujetando un libro, la izquierda podía coger la taza de café sin obligar a su hermana a soltar el texto. La verdad era que ambas manos podían ser muy precisas si se lo proponían.

En definitiva, era un lujo contar con las dos.

Un día, sin venir a cuento y sin que nadie entendiese muy bien por qué, el mandamás del pueblo empezó a encargar más trabajo a la mano derecha que a la mano izquierda.

“Esto que lo haga la mano derecha” decía.

“Mejor con la derecha que parece más eficaz” ordenaba.

Era difícil de entender porque, hasta entonces, las dos habían sido igual de competentes y no había razón para pensar lo contrario.

La mano izquierda empezó a aburrirse mucho. Casi nunca contaban con ella y sólo la utilizaban para tareas de segunda categoría.

La mano derecha se hizo muy importante. Cada vez sabía más cosas y ella misma llegó a pensar que era mejor que su hermana. Nunca dejó de quererla, por supuesto, pero empezaba a creer que no la necesitaba.

Como era de esperar, la mano izquierda se hizo más y más torpe. Nunca tenía ocasión de demostrar sus cualidades y, a fuerza de no practicarlas, fue perdiéndolas casi sin darse cuenta. De todas formas, la tristeza mayor era ver cómo su querida hermana la ignoraba. Ahora, cuando tecleaban en el ordenador, la mano derecha golpeaba casi todas las teclas, incluso las que estaban más cerca de la mano izquierda. Daba pena verlas; una sin dejar hacer nada a la otra.

Pero sucedió algo que cambió el rumbo de esta historia.

Como la mano izquierda estaba baja de forma por la falta de ejercicio, un día se cayó y se quebró un hueso. Tuvieron que ponerla escayola para curar la fractura y, ahora, sí que se quedó inútil durante una buena temporada. No podían contar con ella ni mucho ni poco.

“Bueno, nadie me va a echar mucho de menos” pensó la mano izquierda.

Pero se equivocaba de cabo a rabo.

Curiosamente, ahora que no le era posible ayudar ni en las tareas más sencillas, todo el mundo empezó a recordar lo útil que era disponer de dos manos en la aldea. ¡Ah! Cuánto la echaban de menos todos, y en especial su hermana, la mano derecha. Por muy hábil que fuera, no era capaz de sostener el libro y coger la taza de café al mismo tiempo, ni tampoco enhebrar la aguja ella sola.

El mandamás del pueblo también se dio cuenta de lo injusto que había sido con la mano izquierda.

“Qué desperdicio más tonto” pensó, y se comprometió a reparar su error utilizando las dos manos, pues comprendió que era un despilfarro inútil no aprovechar a todos y cada uno de los miembros de la aldea para que la vida fuera mejor.

“Nadie es mejor que nadie porque todos somos importantes” concluyó.

El día que liberaron de la escayola a la mano izquierda fue un día feliz.

Cuando la mano derecha se encontró frente a su hermana se lanzó sobre ella para abrazarla, y lo hizo con tal ímpetu que las palmas de ambas chocaron. Un fuerte ruido se oyó en toda la villa. Las dos hermanas, llenas de alegría, repitieron el abrazo una y otra vez.

Aquel sonido franco y alegre inundó los corazones de todos los que estaban a su alrededor. Desde entonces, cuando el pueblo quería festejar un momento feliz, por el motivo que fuera, las dos hermanas se abalanzaban una sobre otra y entre las dos creaban un nuevo aplauso.

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