Comunión Primera

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Comunión Primera

Por: Luis Román

Mi padre tenía la voz muy ronca. Generaba edemas en las cuerdas vocales como consecuencia de los catarros que se repetían, una y otra vez, al trabajar en la intemperie. El resultado de todo ello era un sonido afónico muy similar a la voz de Darh Vader. Si a Luke Skywalker le costó asimilar, siendo ya un mozalbete, aquello de “Yo soy tu padre”, imaginen que yo lo tuve que oír desde mi más tierna infancia, mucho antes de entender su significado. Esa voz me paralizaba… sin embargo, me ayudó mucho. Me ayudó porque yo hasta los quince siempre fui poca cosa en cuanto a físico. Con catorce años apenas medía uno cincuenta y unas gafas de pasta que se sostenían en unas generosas orejas. Mi aspecto no era muy amenazador. No provocaba temblores de miedo, pero no se equivoquen, a pesar de mi presentación física, era bastante bragado y solía aceptar cualquier desafío, aunque se viera venir que lo perdería de largo, vamos que recibiría más hostias de las que podría dar. Pero recordad que mi padre era Darth Vader; con él me acojonaba, claro, pero cualquier otro quedaba muy por debajo de su capacidad de intimidación: yo cenaba con Darth Vader todas las noches y aguantaba, a duras penas, sus interrogatorios. A mí, un mozalbete de más o menos mi edad, aunque me sacara la cabeza me la traía floja y, a veces, era lo que sucedía; que me aflojaban a leches.

Para hacer la primera comunión lo primero era la catequesis: charlas para adquirir algo de cultura católica, catecismo y demás. Era entonces cuando descubrías que ser católico molaba. Sobre todo, tener la certeza de que las buenas acciones tenían recompensa… Vale, era después de “palmarla”, en la otra vida, pero recompensa, al fin y al cabo. Ser bueno estaba reconocido y valorado. Con los años piensas que tiene más mérito realizar buenas acciones sin esperar recompensas —como hacen los ateos— porque los agnósticos están en las mismas que los creyentes, su buen comportamiento es “por si acaso”. Además un ateo, cuando es consciente de una mala acción, se siente culpable y tiende a realizar una buena para contrarrestar su mala conciencia —por aquello de la ley de las compensaciones— porque, para él, el “reseteo” de la confesión no existe. Y es que la confesión era lo más; poner el contador a cero después de un fin semana loco estaba dentro de los grandes logros de la humanidad.

Tomar la primera comunión requiere la primera confesión.

Había que confesarse por primera vez para limpiar el alma y, el día señalado, tomar la oblea correspondiente vestido para la ocasión. Se consideraba muy importante estar sin pecado para recibir lo que llamaban el cuerpo de Cristo en forma de hostia consagrada. Para casi todos los cristianos la hostia era solo un símbolo, pero para los católicos existe el dogma de la transustanciación lo que supone que esa oblea es realmente el cuerpo de Cristo, de ahí la importancia de la pulcritud del alma para su recepción. Ni que decir tiene, había un sinfín de estupideces respecto de si comulgabas sin estar libre de pecado; muerte instantánea, lengua abrasada por el fuego de la hostia que entraba en combustión al saberse en cuerpo impuro, y demás eventos apocalípticos. Dicho esto, entenderán porqué en mi barrio confesarse era un duro trámite. En alguna mente enferma e infantil se había creado una ley no escrita para putear al “comunionero”.

Como se sabía que no se podía comulgar estando en pecado —porque seríamos brutos pero lo que queríamos entender lo entendíamos a la primera— Se esperaba a la víctima a su salida del confesionario, se le seguía y una vez lejos de la iglesia se le atacaba en número suficiente para someterle y hacerle blasfemar impunemente.

—¡Di me cago en Dios!

—¡Di hostia puta!

Una vez conseguida la blasfemia, al pobre niño no le quedaba otra que regresar a la iglesia y al confesionario para limpiar su alma de las injurias emitidas. Este proceso se repetía cuantas veces fuera necesario, hasta que el cura, harto de perdonar las blasfemias provocadas por cuatro anormales, le decía al pobre diablo que se veía con la lengua chamuscada, que Dios sabía de su inocencia, que las blasfemias eran obligadas a salir de su boca por unos facinerosos y, por tanto, no era necesario confesarlo porque no era pecado.

Total, que después de tres o cuatro viajes al confesionario quedabas limpio como una patena para poder comulgar sin morir abrasado.

Lo del traje de comunión fue más jodido de gestionar.

Tenía un compañero de colegio —al que llamaremos Chueca porque… Así se llamaba— y que en mi humilde opinión era un “bocas” y un gilipollas, que se pasó un año dándome en el morro con su traje de comunión, iba a ser la leche en verso, “… Ya verás ya…”

Desde que tuve consciencia —no razón, solo consciencia— del tema de vestirse especialmente para el evento, tenía una duda que me corría y le preguntaba a mi padre

—¿Cuál será mi traje?

En los años sesenta había una variedad importante a la hora de disfrazar al niño o la niña. Para los niños aparte del socorrido traje de marinerito, estaba el de Caballero de la Cruz de Santiago, el de almirante, el de Monje cartujo… Y para las niñas un abanico de trajes de princesa o de Novia enana.

Mi padre siempre contestó con una firmeza fuera de toda duda:

—Tú… de torero, Luisito, con traje de luces, capote de paseíllo y la montera calada hasta las cejas.

Así crecí, creyendo que llegado el día yo iría vestido para tomar la alternativa espiritual, y darle en el hocico al capullo de Chueca. Alguien puede pensar que yo era un niño poco despierto, pero esos no han conocido a mi padre. Con la mezcla de respeto y miedo que yo tenía a mi padre no se pasó por la cabeza cuestionar su propuesta; la acepté y, es más, me gustaba por encima de cualquier otra que hubiera podido hacerme.

Cuando un sábado por la tarde fuimos a Madrid para comprar el traje la decepción fue mayúscula.

Primero el nombre de la tienda ya revelaba cierto mal rollo ¿Quién coño le pone “Bobo y Pequeño” a un negocio donde vender ropa de niño? Allí, entre trajes de comunión vulgares, las lágrimas me rodaban por las mejillas sin consuelo posible; el traje de torero era una quimera.

—¡Yo quiero un traje de luces!— sollozaba entre hipos llorosos.

Mi madre miró a mi padre. Mi padre me miró a mí.

Mientras mi madre abroncaba —con toda la razón— a mi padre por su broma, y éste entre divertido, compungido y sorprendido de tener un hijo tan ingenuo, elaboró una tesis sobre la prohibición del vaticano del traje de luces en comuniones, pero sí dejaba el traje de “torero campero”, que consistía en una chaquetilla corta y un pantalón de talle alto. Con esa estratagema me embutieron en una chaquetilla negra de imitación a terciopelo y una camisa con chorreras. Un cromo. Aún hoy cuando veo la foto siento erizar el bello y recuerdo a mi padre con cierto resquemor.

Cuando mis hijas, entre risas malvadas, me preguntan:

—¿Pero…de qué ibas?

Siempre respondo:

—De torero joder, ¿es que no se nota?

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