Viaje en el Tiempo

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Viaje en el Tiempo

Por: María del Mar Ruiz Lombardo

relato corto: Viaje en el Tiempo

Otra oleada de desconexiones asoló la ciudad. Hacia las diez de la noche, poco a poco,
empezaron a apagarse farolas, ordenadores, televisores, respiradores artificiales,
escenarios, frigoríficos, líneas de producción, servidores, quirófanos… En definitiva,
empezó a apagarse de nuevo todo aquello que nos mantenía vivos, ocupados o
simplemente entretenidos. Ya era la tercera vez esta semana.

Para la gran multitud, era como si la sombra de una gran tragedia extendiese las alas
sobre sus cabezas. Sin embargo, acciones tan simples como parar, respirar, asomarse a
la ventana y poder ver el cielo estrellado, disfrutar del silencio o dejarse inundar por la
ausencia de ruido, hicieron que Ana volviese a sentirse viva. Presa de una sensación
liberadora, bajó corriendo los cinco pisos de escaleras que conducían hasta el portal y
abrió la puerta. De fondo, ecos de frases que intentaban ser tranquilizadoras, alboroto de
policías y ambulancias, niños llorando, otros riendo… Tras una profunda respiración,
Ana, comenzó su camino: un paso, dos pasos, inhala, exhala, y vuelta a empezar.

Caminando a oscuras por la ciudad, sola y tranquila, recordó ese pequeño maletín de
cuero que desde hacía tantos años ocultaba bajo la cama. Entonces, las últimas palabras
que escuchó de su abuelo volvieron a su mente “Ana, mi pequeño pajarillo, ésta es mi
colección más preciada, sé que solo tú sabrías conservarla como se merece”.

Tras volver corriendo a casa, encendió una vela y abrió la tapa del maletín: ahí estaban,
perfectamente ordenadas, una a una, todas las estilográficas que había heredado de su
abuelo. Estaban clasificadas por tamaño y material: las había de madera, de plástico, de
acero pulido, chapadas en oro… cada una era un tesoro único y de incalculable valor.
Los plumines estaban visibles, desprotegidos de sus capuchones, que se disponían en
una hilera justo encima de cada uno. Algunos eran finos y extremadamente
puntiagudos, otros estaban grabados, algunos se posicionaban rectos y otros oblicuos.

De repente, Ana notó el impulso de tomar la más especial de ellas, una vieja Parker
dorada, una edición limitada tallada a mano, y tropezándose logró llegar a su estudio.

Tan solo con la iluminación de unas pocas velas, las palabras comenzaron a brotar de su
pluma. La movía ligera, y en estos casi veinte años sin escribir, parecía que no había
olvidado nada. Notaba el peso de la pluma, cómo se deslizaba sobre el papel, pintándolo
con la cantidad justa de tinta, y sin querer, volvió a escribir y a ser libre.

A eso de las cinco de la madrugada, con todo el vecindario presumiblemente dormido y
sin previo aviso, la electricidad volvió. Las luces de la habitación se iluminaron de
golpe, dejando a Ana cegada durante unos segundos. No pudo evitar sentir cierta
alegría, pero tampoco que las lágrimas comenzaran a inundar sus mejillas. Mirando los
folios que había rellenado, con perfecta letra cursiva, no pudo evitar fantasear con qué
pasaría si este breve viaje en el tiempo se hubiera prolongado algunos días más, quizás
meses o quizás años.

Mientras trataba de volver a poner los pies en el suelo, a golpes, comenzaron a llamar a
la puerta.

– Abra la puerta, ¡policía!

– Buenos días agentes, ¿hay algún problema?

– Se trata de una inspección rutinaria. Conocerá que cada vez nos cuesta más
restablecer todo el sistema de conexiones. Desde hace unos meses, nos vemos
asolados por este problema, que además de suponer un grave peligro para la
salud, y cobrarse miles de vidas con cada desconexión, provoca unas pérdidas
económicas millonarias para la ciudad. Nuestros ingenieros han determinado
que para desarrollar el sistema necesario, que dé soporte y seguridad a las redes,
necesitamos recopilar lo más rápido posible toda la cantidad de metal inoxidable
que encontremos. Las fábricas se han estropeado, fruto de las subidas de tensión
previas a las paradas, y nos vemos obligados a pedir a los ciudadanos que
colaboren con todo aquello que pueda ser de utilidad. Cuanto más finas las
piezas mucho mejor.

– Creo que no tengo nada que ofrecerles, lo lamento.

– Espere, ¿podría mostrarme lo que sostiene en su mano derecha, por favor? – dijo
vacilante un segundo agente – Diría que es una antigua pluma.

– Sí, se trata de una de las estilográficas de la vieja colección de mi abuelo.

El policía, dirigiéndose a la radio y sin ocultar el nerviosismo al descubrir la noticia, no
paraba de gritar ¡lo hemos encontrado! ¡Estamos salvados!

– Como sabrá, señora, cada uno de sus plumines está realizado en oro u acero, en
definitiva materiales inoxidables, que resisten con el paso de los años a la tinta o
el sudor – mirando al otro agente añadió – ¡Es justo una de las piezas indicadas
por nuestros ingenieros!

A Ana le faltaban las palabras, pero comprendía la gravedad del asunto. A pesar de
todo, recogió de nuevo la colección, y tras un largo suspiro, cerró la tapa del maletín.

– Pero agentes, yo necesito mis plumas. Las necesito para tener alas – dijo entre
lágrimas, tendiéndoles a las autoridades el viejo maletín. “Abuelo, al final nos
has salvado a todos”.

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