Terapia

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Terapia

Por. Miguelon

Javier desayunó bien. Un kiwi verde y dos ciruelas, zumo de naranja, café con leche y dos tostadas de pan. Una con aceite de oliva y la otra con fiambre de pavo. Reposó el desayuno mientras revisaba su móvil. Después recogió la cocina y se dirigió al salón. Pasó junto al baño y titubeó. Cerró los ojos. Diagnosticado como bulímico, llevaba semanas intentando no vomitar después cada ingesta, y todavía sentía la llamada del inodoro. Las manos le temblaban, resopló, chilló y se dio ánimos. Negó al inodoro y entró en el salón.

Se ganaba la vida como escritor. Llevaba meses, tantos como su enfermedad, estancado en su nueva obra, de la que ya había recibido un jugoso adelanto, verdadero fruto prohibido. Tenía la crisis del escritor, el pánico al folio blanco. No avanzaba. Encendió su portátil azul. El salvapantallas, una magdalena recubierta de chocolate negro, le iluminó la cara. Introdujo su clave y comenzó a trabajar. Era jueves y desde el lunes no había escrito cuatro líneas seguidas. Abrió los textos de los días anteriores y los eliminó, sólo aparecía la fecha. Empezó de nuevo. Hoja y dedos relajados:

«Enrique bajó las escaleras a pie, como siempre. Se despidió del portero aunque no le vio, y simplemente le lanzó un adiós a plena voz. Cuando pisaba la calle escuchó detrás otro “adiós, que tenga buen día”. Se volvió y se quedó parado. Se frotó los ojos, pues pensaba que las legañas le impedían ver. Dentro del portal, sujetando la escoba, un cruasán gigante le agitaba la mano. Asintió boquiabierto, mientras se dirigía al puesto de periódicos. Cogió mecánicamente el diario deportivo y extendió un billete de cinco euros absorto, pensando lo que le acababa de suceder. Notó el cambio en monedas muy caliente y se giró. Abrió tanto los ojos que casi se le caen de las cuencas. El quiosquero, un churro gigante, le devolvía las monedas. ¡Joder! Tiró el periódico y se alejó corriendo. Me cago en la mar, me cago en la mar, decía sin cesar. Cuando paró se tuvo que apoyar en un banco. Se agarró la cabeza y se meció de atrás hacia delante, acunando sus jadeos. No puede ser, no puede ser, ¿me estoy volviendo loco? ¿Qué hacen todos disfrazados de comida? Enrique sacó su móvil y pidió un Úber. Tiempo de espera: dos minutos. Conductor: Mohamed. Llegó puntual. Se subió mecánicamente y saludó. Se ajustó el cinturón de seguridad y cerró los ojos, necesitaba relajarse. Inspiró lentamente y soltó el aire con mucha pausa, contando hasta diez. Al poco escuchó que Mohamed le comentaba algo. Abrió los ojos y se quedó paralizado. ¡Joder, joder! Otra vez no, ¡joder! Una manzana asada le preguntaba si iban por el centro de Madrid o la M-30. Se giró como loco hacia la ventanilla y comenzó a gritar socorro. El conductor, asustado, frenó de golpe. Enrique se bajó y corrió por la calle, dando voces. Agitaba las manos como si quisiera quitarse un enjambre de abejas. La gente le miraba y se apartaban a su paso. Agotado, frenó la carrera y cogió aire por la boca junto a una farola. Sudaba tanto que las cejas no desviaban el sudor y éste le entraba en los ojos. Le escocían y se rascaba violentamente. Sólo escuchaba sus jadeos, como un náufrago que acaban de rescatar. Desesperado, sacó su teléfono móvil y marcó el 112. No daba señal y lo retiró de su oreja para volver a marcar. Abrió la mano como si hubiese agarrado una víbora. El teléfono cayó al suelo y se escuchó paf. Miró y vio una magdalena rellena de chocolate negro despanzurrada sobre la acera.»

Javier se levantó de la silla nervioso. Hacía días que no escribía tanto del tirón y tenía que descansar. Además, escribir de comida le producía palpitaciones, se mordía las uñas y acababa sangrando. Se paseó por la casa, mirando por las ventanas. Hizo la cama. Después llamó a un amigo, y hablaron mientras seguía paseando. Revisó el correo y la propaganda. Volvió al ordenador para guardar su texto. Pero se descubrió en la cocina. Se sirvió otro café y abrió el paquete de magdalenas rellenas de chocolate negro. Con la mano temblorosa cogió una, la más gorda. La sostuvo en alto un buen rato, con los ojos cerrados. Notó cómo salivaba. Pero sonrió y dio una carcajada. Golpeó varias veces la mesa mientras canturreaba una melodía. Ya no sentía la llamada del inodoro.

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