Promesa de Amor Eterno

Inicio / Románticos / Promesa de Amor Eterno

Promesa de Amor Eterno

Por: David

Cabe decir que al destino le gusta ser caprichoso, como si disfrutara riéndose de nosotros. Para muestra un botón.

Lo tenía decidido. Me había propuesto que hoy te confesaría que te he querido, te quiero y te querré siempre. Una afirmación categórica en forma de promesa de amor eterno, sin trabas ni tapujos. Pero no ha podido ser.

Me enamoré de ti tan pronto como nuestros ojos se encontraron, cuando nuestras mejillas recibieron los besos al ser presentados por mi hermano. Eras su novia. Poco después os casabais. Toda alegría esconde un reverso amargo. Por lo que a mí respecta, aquella boda me privó del cielo y me condenó al infierno. Desgraciadamente tampoco tuvisteis hijos.

Desde entonces, tú eras la razón de mi existencia. Entraste en mi vida como un cuchillo ardiente abriéndose paso a través de la mantequilla. Yo aún no entendía la causa de aquel impulso de sensual atracción, pero sabía que si algún día llegaba alguien que me hiciera sentir como me sentía a tu lado, sería el hombre de mi vida. Pero ese hombre nunca llegó. Me quedé sola, soltera, huérfana de cariño. Algo difícil de digerir. Me sorprendía el rechazo que notaba ante las caricias de cualquier varón, pero lo ignoré como se ignora un dolor de barriga hasta que desaparece. Pero esa sensación no se fue, como tampoco se fue lo que sentía por ti, Diana.

El pulso se me aceleraba solo mirarte, la llama del deseo se encendía cuando estabas cerca. Vivía una cruel realidad entre bambalinas. Si bien en la intimidad afloraban las emociones mientras me retorcía de desazón, aprendí a comportarme según la situación, a ser una actriz interpretando un papel falso ante los demás. Me convertí en una estatua de labios sellados y ojos ciegos. En cambio actuaba con suma naturalidad y dulzura cuando debía tratar con mi querida cuñada, contigo.

Dicen que el tiempo lo cura todo, pero es mentira. La intensidad de mi amor se ha mantenido firme con el paso de los años. Esperando, mientras soñaba abrazarte con ternura como muestra platónica de un amor en estado puro. Después procedería a desnudarte con delicadeza besando cada porción de piel, lamiéndote dulcemente los rincones ocultos. Me afanaría mimándote entre sábanas y amándote como nunca nadie te ha amado antes. Me sentía culpable por albergar aquel sentimiento prohibido. De hecho, tuve que reprimir las emociones porque no me pertenecías, porque no tenía ningún derecho sobre ti. Pese a la soledad, mi corazón latía desbocado en silencio, confiando en la esperanza que siempre ofrece el futuro, pero envidiando tu felicidad. Esperaba una oportunidad. Hasta que hace poco mi hermano expiró víctima de un cáncer de páncreas de efectos fulminantes.

Cuando la tristeza empezó a roerte el alma, me invitaste a casa rogando que viniera a hacerte compañía. Decías que no podías soportar el vacío de vivir privada del marido, ni afrontar los recuerdos que brotaban de cualquier objeto, de cualquier rincón para mostrarte todo lo que habías perdido.

El primer día hiciste un hueco en el armario para guardar mi ropa, un lugar en las estanterías para poner mis libros y arreglamos una habitación para mí. Al cabo de una semana me pediste un favor algo extraño: dormir juntas en la cama de matrimonio. Lógico. Hacía tanto tiempo que yacías acompañada que no estabas acostumbrada a la infinita soledad que se experimenta cuando se pierde a un familiar directo, ya sean los padres, la pareja o algún hijo.

¡Qué ilusión sentí al escuchar semejante petición, qué alegría al notarte acurrucada contra mi, tu respiración cerca de la mía, y qué escalofrío cuando, sin darte cuenta, a medianoche me cogiste de la mano! Aquel gesto inocente me provocó un cosquilleo de placer que se extendió por todo el cuerpo. Eras la viuda de tez pálida y talante triste que se convirtió en mi ángel celestial, en el mejor regalo divino.

Hoy precisamente habría hecho un año que compartimos nuestras vidas, un año que, mientras dormíamos juntas, cada noche te susurraba al oído que te amaba. Por eso hoy quería contarte la verdad.

¡Qué cruel es el destino! Justamente cuando quería revelarte que mi corazón late con fuerza y la sangre me hierve en las venas, has tenido que fallecer. Quizás eras consciente, ya que más de una ocasión comentaste: «hay cosas que no hace falta decirlas». Pero ya no podía más, no podía vivir a tu lado sin acariciarte, no podía mirarte sin desearte. Quizá sí lo sabías. Quizás intuiste mi afán por confesarte los sentimientos más íntimos. Y por eso, en un arrebato de sublime desesperación, decidiste suicidarte.

Mira por donde, ahora lo veo claro. Por esa razón te has tragado la caja de somníferos que guardabas en el cajón de la mesita de noche, por esa razón has decidido poner fin a tu vida mientras me cogías la mano.

Espoleada por la inocencia de la juventud, hoy te lo habría dicho. Pero como ya no estás, lo ratifico por escrito sobre este papel: «Diana, tú siempre has sido la mujer de mi vida. Gracias por cogerme la mano«.

Dejar un comentario

Your email address will not be published.

Información básica sobre protección de datos Ver más

  • Responsable El titular del sitio.
  • Finalidad Moderar los comentarios. Responder las consultas.
  • Legitimación Su consentimiento.
  • Destinatarios .
  • Derechos Acceder, rectificar y suprimir los datos.
  • Información Adicional Puede consultar la información detallada en la Política de Privacidad.

Esta web utiliza cookies, puede ver aquí la Política de Cookies