Por: Miquelon
La brisa del atardecer se enreda en mi plumaje y me hace cosquillas. Apostado en lo alto de un viejo tronco que había olvidado reverdecer, guiño mis ojos amarillos para ajustarlos a la luz. Desde esta atalaya domino los extensos campos que abren sus entrañas a la noche. La tierra está cruzada por rectilíneos surcos, que se confunden con el horizonte. Las sombras comienzan a abrazar el terreno, besándolo en silencio, enfriándolo. Pequeños matorrales rompen la uniformidad rectilínea del paisaje. Allí, rodeados de espinas, suelen esconderse alondras y ratones, mis presas favoritas. Y el azor, mi rival más odiado.
Estoy de caza, estoy concentrado. Sin prisa. Escucho los ruidos de los matorrales, del paso del tiempo. La caza significa paciencia. Paciencia mientras acecho, paciencia cuando me lanzo en vuelo rasante y paciencia cuando clavo las garras en el cuello de la víctima.
Estoy concentrado.
Todavía no ha aparecido ninguna presa. De repente, un ruido en un matorral cercano. Giro la cabeza y escucho. Es diferente, profundo, pesado. Mis ojos amarillos otean en la noche cuando localizo un humano que se desplaza por el suelo. Es pequeño y su respiración rompe el silencio. Expulsa humo blanco por la boca y camina con poco sigilo. La corriente de aire trae un olor a carne ácida. Ni siquiera en verano huelen así las tripas de las alondras. Cambio el peso de una pata a otra, presto para alzar el vuelo. La presencia de humanos suele traer problemas y éste, aunque más pequeño que los otros, no será la excepción. Se arrastra en mi dirección, todavía no me ha visto. Me dejo caer del tronco y abro las alas. Al llegar al suelo me impulso hacia arriba, hasta iluminar mi cara con la luz de luna. Mi sombra, pequeña, se refleja ondulada sobre los surcos.
Desde lo alto, en vuelo circular, observo cómo avanza. Cada poco mira hacia atrás. Incluso allí arriba, donde huele a aire frío, llega el tufo ácido.
Se arrastra rumbo sur, pero no sigue una línea recta. ¡Qué difíciles son! Camina de matorral en matorral. Elevo las orejas, agacho la cabeza y pienso ¿me querrá quitar la caza? ¡Ni que fuera el maldito azor! Hago un picado para asustarle, pero con el ruido que hace no se entera. Levanto el vuelo y continúo la vigilancia, acomodando mis pupilas a la oscuridad. Me fijo que se lleva a la boca algo que recoge del suelo y lo mastica. Sigue hacia el sur. Me elevo más para otear qué hay en esa dirección. Más campos surcados. También luces lejanas, amarillas, que tiemblan como plumas al volar. Sigo observando al pequeño humano, despreocupado. No le oigo llegar hasta que clava su garra en mi ala.
El azor está de caza.
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