Por: Antonio Aguilera Vita
Octavia trataba de perfilar la omega sobre la tablilla encerada, pero los bordes se le resistían. Tenía la desagradable sensación de que el preceptor griego la miraba con cierta displicencia mientras sonreía sin tapujos a su hermano Lucio. Lucio, dos años mayor que ella, un muchacho tocado por la belleza de la efebía, hacía más de un año que había tomado la toga viril. Apoyaba a su hermana de tal manera que ella, a sus quince años, tenía similares conocimientos que él, mientras las chicas de su edad sólo pensaban en futuros maridos y los peinados de su boda. El preceptor griego era un apuesto cretense en torno a los treinta que su padre les había comprado de niños en el mercado de Nápoles. Lucio y Octavia eran más que hermanos, camaradas, amigos íntimos, cómplices de dudas y deseos. Lucio no ocultaba su debilidad por el esclavo, al que apodaron Aristarco, por su afición a observar el cielo y llenar pergaminos con sus observaciones. Este también miraba al adolescente con deseo. Lucio estudiaba leyes en el foro y lucha militar en la palestra. Sin mucha convicción, pasaría algún tiempo en el ejército, como buen hijo de familia noble, pero no existía ya la presión de la vieja moral patricia de la Roma republicana. Octavia soñaba con conducir una legión. Sin duda tenía carácter y capacidad para ello, como aseguraba su hermano y sus progenitores. Lucio consideraba injustas las leyes romanas que se lo impedían por su condición de mujer. Por eso él le enseñaba en los jardines de la villa pompeyana todo lo que aprendía en la palestra y tenía la intención de proponer al senado un cambio en las leyes cuando se iniciara en la vida política. Tampoco su madre, lectora y estudiosa empedernida y admiradora de la poetisa Safo, veía con malos ojos las aficiones masculinas de su hija, aunque trataba de prepararla para el matrimonio y buscaba entre los herederos de las familias más liberales de Roma y Nápoles un marido adecuado que pactara con ella una cierta libertad dentro del estricto papel social de la matrona romana. Las mujeres de la familia Marón, siempre fueron fuertes e inteligentes, manipuladoras por necesidad en un mundo mezquino puramente masculino.
Aquella tarde, Octavia terminó de perfilar una omega perfecta, consiguiendo por fin el plácet de Aristarco y la alegría de Lucio. Así, los tres pasaron a discutir en griego unos fragmentos de Platón y los hermanos descubrieron la belleza de la lengua de Homero que ya no escondía sus secretos. Octavia prefería los poemas de Safo y Lucio se emocionaba con las historias de EL Banquete. Aristarco miraba a los hermanos admirado de la belleza de ambos y de la inteligencia que transmitían. Ambos se parecían en sus rasgos: delgados, aguileños, piel blanca y cabellos negros y ondulados. A pesar de la diferencia de edad, podrían intercambiar sus ropajes sin que nadie se percatara.
La tarde en que Octavia terminó de perfilar la letra omega sintieron de nuevo temblores, pero ya se habían convertido en algo cotidiano. Esta tierra de la Campania era conocida por sus frecuentes movimientos sísmicos. Lo habían estudiado en los filósofos naturales. Por suerte, nunca llegaron a ser tan fuertes, como los que hundieron en tiempos pasados la avanzada isla de la Atlántida. Les parecía incluso divertido y salieron al jardín. Bajo las imponentes estatuas negras de los corredores reían y jugaban a esconderse. Se cogían de las túnicas, tratando de desnudar al otro. Esa tarde estaban solos. Sus padres habían viajado a Nápoles a cerrar unos negocios familiares y a ellos les encantaba quedarse con Aristarco y en el jardín mirar los astros, cuyos movimiento éste les explicaba con pasión. Aristarco conocía bien los escritos de su tocayo, el filósofo ignorado, que contradecía la teoría aceptada de un universo geocéntrico. Él mismo había observado y profundizado en la medición de los movimientos de estrellas y planetas y veía el sol como centro del universo alrededor del que giraban los planetas, probablemente en una órbita ni siquiera circular. Los jóvenes quedaban boquiabiertos escuchando sus explicaciones y mirando por la noche los cielos plagados de luces. Un universo sin esferas, infinito, con lejanas y cercanas estrellas.
—Pero esto ha de ser un secreto entre nosotros —les decía con misterio a los chicos— porque contradice al gran Aristóteles y a Platón, y no todas las inteligencias pueden comprenderlo sólo con la observación.
—Entonces, ¿Cómo se sostienen en los cielos todos los astros?, —preguntaba Octavia con manifiesto interés.
—Una fuerza divina que los atrae y repele y los mantiene en continuo movimiento. Incluso Platón hablaba de ella.
Aquellas palabras embrujaban de tal manera a Lucio y Octavia, que esas noches soñaban con astros y fuerzas divinas, dioses, faunos y ninfas rodeando sus camas, viajando más allá de las esferas inexistentes.
La tarde en que Octavia completó su omega, tras los primeros temblores, Lucio y Aristarco desaparecieron entre las flores. Octavia los buscaba tras la fuente del fauno. Se recorrió todas las estatuas del jardín. Tardó más que otras veces en encontrarlos. Dos o tres temblores después dio con ellos, besándose, tras uno de los setos de albahaca. Quedó paralizada unos segundos. Aristarco, con una sonrisa seductora le hizo una señal para que se acercara. Ella le devolvió la sonrisa. Muchas noches, desde los inicios de su pubertad, había soñado que besaba aquellos labios pronunciados del cretense, que acariciaba su piel morena aterciopelada y que enroscaba sus dedos entre los rizos negros del esclavo. Se acercó. Su hermano también sonreía. Repartiendo sus carnosos besos entre ambos, Aristarco acurrucaba a cada hermano en uno de sus regazos. Fue entonces cuando una tremenda explosión los sacó de su ensimismamiento. Dirigieron sus miradas hacia el monte sagrado. Los hermanos lo agarraron más fuerte y se abrazaban también entre sí mientras él miraba sorprendido, atónito, admirado, maravillado, con aquella sorpresa infantil de los niños que descubren por vez primera el movimiento ligero y sutil de la mano de su madre. El rostro ilusionado del esclavo tranquilizó a los jóvenes que sonrieron con él mientras gritaba como un verdadero filósofo:
— ¡Era cierto! ¡Es un volcán! ¡El Vesubio es un volcán!
Los abrazó con alegría, sin miedo. Rieron, se besaron, miraban, mientras, sin que apenas lo percibieran, les caía la ceniza del volcán que los enterró en pocos minutos. Tenemos un testigo de aquella tarde, solidificado, paralizado en el tiempo que pueden admirar en esta vitrina del museo. Es una simple tablilla en la que los romanos practicaban la escritura y anotaban sus pensamientos. Si se fijan bien, podrán distinguir en ella el dibujo perfecto y bien acabado de una omega.
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