Mundo de Duendes

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Mundo de Duendes

Por: JL

Todo estaba resumido en un pequeño espacio, donde se concentraba su mundo, donde
tenían todo lo que necesitaban.

En pleno bosque estaban todos juntos, pero no revueltos. Cada uno tenia su propio
espacio.

Música, muchos juegos, muchos animales de todas las formas y colores.

Todos los días algo nuevo invadía sus días y, entre juego y juego, lo acogían sin oponer
ninguna resistencia, se dejaban llevar, igual que cuando el viento mecía sus pequeñas
casas. Es decir, sus hojas, que es donde vivían.

Esto era bastante a menudo, ya que en la latitud donde nos encontramos el viento
cambiaba rápidamente y ellos tenían que estar preparados, ya que de eso dependía casi
todo, el quedarse o no sin casa.

Sus casas estaban dispuestas en hojas circulares, de unas plantas pequeñas verdes, de
tallo fino pero muy resistente, y se concentraban en un espacio pequeño, también
concéntrico y desprovisto de muros, vallas o cualquier otro tipo de barrera.

Los días siempre eran muy cortos, amaneciendo y anocheciendo muy pronto.

La noche era como las del desierto, sin ruidos que no fueran los creados por la propia
naturaleza.

Como podemos ver e intuir, todo su pequeño circulo estaba muy bien organizado, el
desorden era algo ajeno a ellos.

Había llegado septiembre, el verano comenzaba a extinguirse, dando paso a las brisas
más suaves y ya no tan cálidas, a los días algo más cortos y ya no tan largos…

Aquel pequeño espacio de la naturaleza era intocable para lo que no fuera, valga la
redundancia, pura naturaleza.

El sabio era el más viejo de toda la aldea, era a quien más respetaban, no solo por edad
sino también por experiencia y conocimientos. Siempre habían recurrido a él para
solucionar todos los problemas que pudieran surgir, y ahí estaban, en pleno conflicto, ya
que desde hacía dos días había desaparecido aquella noche después de una de las
tormentas más fuertes que se recuerdan.

No había ni rastro, ni siquiera olores o huellas que pudieran dar alguna pista para
encontrarle, por lo que cada día que pasara sería más difícil localizarle.

Aquello fue una pequeña revolución, ya que sin él se sentían indefensos, no pudiendo
apelar a sus sabios consejos y a sus remedios de plantas naturales en los que tanto creían
y confiaban.

Los días pasaban, y decidieron emprender una búsqueda por la zona, en pequeños
grupos de cuatro o cinco individuos. Saldrían de noche, ya que los sonidos estarían más
a flor de piel y sería más sencillo oír ruidos para localizarle.

Habían plegado sus casas, juntando las hojas para que quedaran bien pegadas una junto
a la otra, y no pudieran ser invadidas por los pequeños bichos e insectos que allí vivían.

Solo se quedarían unos cuantos en la aldea para protegerla de los probables invasores
extranjeros que pudieran acercarse.

Ya era noche cerrada y entre todos se desplegaron procurando hacer el mínimo ruido al
caminar… Las horas pasaban, el amanecer ya estaba más cerca que el anochecer pasado
y, aunque no desistieran, las probabilidades de encontrarlo se iban reduciendo cada
minuto que pasaba.

Nada, ningún resultado, ninguna pista que pudiera darles algún rastro a seguir.

Todos regresaron al poblado y los siguientes días el clima era tenso, las hojas ululaban
al viento como pidiendo escapar de aquella aldea, donde la alegría se había ralentizado
hasta tal punto que parecía que no hubiera marcha atrás.

Aquello era como una partida de ajedrez. O así fue como aquel tenso silencio se rompió.

Uno de sus pequeños habitantes decidió sacar el gran tablero que llevaba más de veinte
años oculto en un pequeño almacén.

Todos sabían jugar prácticamente desde que nacían, era como un don innato que pasaba
de generación en generación y que al contrario que, por ejemplo, montar en bicicleta no
requería de un esfuerzo físico, sino mental.

Los cantos nocturnos se entremezclaban al mismo tiempo que el viento cesaba y daba
paso a un cielo extremadamente claro y limpio, donde todo lo que se podía observar era,
como bien he dicho, todo. Dejando la mente en blanco te podías sumergir en un mundo
de maravillas y sueños.

Decidieron que la partida se jugaría en los próximos días y, aunque el sabio hubiera
aparecido antes, se jugaría igual.

En la aldea las idas y venidas y los rumores eran constantes desde primeras horas de la
mañana. No se hacía otra cosa que hablar sobre la partida de ajedrez que se jugaría en
los próximos días y de cómo dicha partida podría influir en las vidas de aquellos
pequeños seres, que no estaban acostumbrados a vivir este tipo de acontecimientos.

Aquella noche en la aldea el gran jefe no dejaba de dar vueltas a cómo se jugaría la
partida, quién la jugaría… Y se le ocurrió una idea, pero debía de ir a casa del sabio y
leer unos papeles que deberían estar allí, una especie de instrucciones por si se daba el
caso que tenían enfrente de las narices. Y así fue, aquella misma noche donde no
soplaba viento, donde prácticamente no se oía ni un ruido, salió en busca de toda la
información.

A la mañana siguiente, sin haber dormido nada, seguía leyendo y estudiando aquellos
pergaminos, raros e indescifrables, con la única consigna clara de una partida de
ajedrez.

Debía de ponerlos todos alineados en el árbol más alto de la aldea, un Laurel con una
altura aproximada de sesenta metros.

Cómo les iba a explicar a todos los habitantes de la aldea aquello y, más difícil todavía,
cómo harían para subir y colocar los pergaminos en la copa del árbol…

Pasaron varios días y entre realidades y sueños seguían con la esperanza de que el sabio
apareciera, pero no fue así, y entonces se convocó la reunión para informar de los pasos
a seguir.

Se colocó el gran tablero de ajedrez en el centro de la aldea, sin piezas, liso como la piel
de un delfín bañada por el agua, y entre varios comenzaron a limpiarlo con suaves hojas
de helecho. Así, al cabo de unas horas, brillaba y lucía como un coco en lo alto de una
palmera, solo y aislado de los elementos que pudieran romper aquel equilibrio creado.

Una mezcla de ilusión por ir avanzando en el propósito de encontrar al sabio junto con
una sensación de estar haciendo las cosas bien.

Llegada la noche, todos asomaban desde sus ventanas, fijando sus miradas en el tablero
de ajedrez. Algunos simplemente disfrutaban del momento, otros esperaban a que el
sabio apareciera en medio del tablero, otros estarían pensando que para qué habían
sacado colocado y limpiado dicho tablero… En fin, la noche cerrada cayó sobre la aldea
y ya, con todos dormidos, el cielo se fue aquietando.

Allí estaban, con un tablero sin piezas en medio del poblado y pensando cómo poner
todos los pergaminos en la cima de aquel inmenso árbol… Tarea difícil para un pequeño
pueblo que no sabía hacer frente a situaciones que se salían de lo normal.

Pasaron dos días y, entre tormenta y tormenta, aunque por aquellas épocas eran suaves,
fueron colocando todas las piezas y a la vez se reunieron con una bandada de pájaros
que serían los que colocarían los pergaminos. Bueno…habría que esperar.

Pasaron varias semanas sin que nada ocurriera. Ya era normal, incluso antes de
desayunar, salir a ver si había pasado algo, bien con el ajedrez, bien con los pergaminos.
Pero allí no ocurría nada, día tras día todo seguía igual.

Hasta que finalmente una tarde se empezó a levantar un viento muy fuerte, diría que
casi huracanado. Las hojas se alzaban y descendían al mismo tiempo que los tallos se
retorcían formando figuras geométricas aun no inventadas…

La noche fue intensa y larga, como si nunca fuera a amanecer. Pero después de muchos
intentos, finalmente amaneció.

La aldea ya no volvería a ser la misma, las hojas se cruzaban al son de los tambores
imaginarios que había en las mentes de sus habitantes y, sin más, apareció el sabio en
medio de la plaza y sentado en el tablero de ajedrez…

La aldea estaba atónita, sin saber muy bien qué hacer. Si acercarse, preguntar,
alejarse… Todos nadaban en un mar de curiosidad y dudas.

Aquella misma noche estarían colocadas todas las piezas y ya nada volvería a ser lo
mismo.

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