Momos

Momos

Por: Fer Liñares

Un día, los observatorios astronómicos de todo el mundo se vieron sacudidos por un hecho asombroso: de pronto había un miembro más en la familia del sistema solar. De la noche a la mañana y de forma inexplicable, un nuevo planeta había aparecido entre Saturno y Urano. No menos fascinante que su aparición era su comportamiento. Los mayores telescopios solo eran capaces de devolver imágenes borrosas y ruidosas y, además, parecía cambiar de forma y de color en cada foto. Precisamente esa naturaleza esquiva e impredecible hizo que fuese bautizado como “Momos”, el dios griego de la burla y la ironía.

Pronto se planteó la idea de que aquel cuerpo indefinible no fuese parte de un proceso natural, sino algo provocado por una inteligencia alienígena. Las discusiones de la comunidad internacional cristalizaron en un plan para enviar un equipo de reconocimiento. Su cometido sería recabar datos de la superficie de Momos y, de encontrar presencia extraterrestre, realizar un primer contacto. Los elegidos fueron: Claudia Westermann, Viktor Aksyonov, Rukawa Misao y el capitán Harvey Martin.

Tras siete largos años de viaje, entraron al fin en la órbita de Momos. El momento había llegado. Una vez hechas las comprobaciones de rigor, Rukawa, la piloto primera, ocupó su puesto a los mandos del crucero estelar. Los demás iniciaron el descenso en la cápsula de aterrizaje. Dados los datos que manejaban sobre aquella densa y turbia atmósfera, lo esperable eran violentas tormentas y vientos huracanados. En cambio, todo aquel gas permanecía en suspensión, como si se tratase de una pantalla, un mecanismo de ocultación. La misma densidad gaseosa de la zona alta llegaba hasta la superficie de modo que, ya sobre el planeta, los astronautas no podían ver más allá de dos metros de su posición.

Pero si algo llamó su atención era el suelo. En lugar de un rocoso y polvoriento sustrato, se encontraron una especie de fibra blanda y continua, como si se tratase de una alfombra. Aksyonov se arrodilló con el fin de extraer muestras para analizar y, en cuanto clavó el pico, se escuchó un grave y estruendoso ruido que no provenía de ningún lugar en concreto, como si el propio planeta en su totalidad se hubiese quejado de la herida que el astronauta ruso le acababa de provocar.

De forma inmediata, todo comenzó a estremecerse en un potentísimo terremoto. El suelo parecía alzarse y deprimirse de forma completamente aleatoria. En un momento dado, la tierra se abrió justo por la muesca hecha por el pico. El aspecto de aquel agujero recordaba mucho más a las fauces de un animal que a un socavón provocado por un deslizamiento de tierra. Aksyonov trató de alejarse, pero no fue lo suficientemente rápido y comenzó a hundirse. Claudia y el capitán se lanzaron a por él, pero era imposible mantenerse estable en aquella situación. Los tres fueron engullidos.

Cuando Claudia recuperó la consciencia, se vio en una estancia tenuemente iluminada por unas luces flotantes. A su derecha, el capitán, con la escafandra rota, miraba a la nada, desorientado. Aksyonov no estaba por ninguna parte. Sin tiempo para pensar nada más, brotando del suelo como si fuese una especie de planta, apareció un ser. Durante los siete años de viaje, mucho habían fantaseado acerca de cómo serían los alienígenas, si es que llegaban a verlos. Por ello se quedó tan sorprendida cuando comprobó que su anfitrión, al menos en apariencia, era un ser humano. Tal vez con unos rasgos exóticos cuya procedencia no sería capaz de atribuir a ningún país, pero humano al fin y al cabo. Y en su totalidad, pues se presentaba ante ellos completamente desnudo.

“Hola, terrícola” Entendió Claudia, pero no lo había escuchado. Era como si hubiesen puenteado su cerebro y le estuviesen inyectando conceptos puros. “Nosotros somos los humanos”, dijo el ser, “Los originales. Somos vuestros creadores” Claudia no supo qué decir ante esto. Ninguno de los escenarios anticipados en los cursos de exo-diplomacia se aproximaba lo más mínimo a esto. El hombre desnudo le indicó que la siguiese, que quería enseñarle algo. Claudia sintió miedo de preguntar qué les pasaría a sus compañeros. Se limitó a hacer como le habían indicado.

Caminaron por unas galerías con aspecto de cueva hasta una sala más amplia llena de plantas de especie desconocida, tantas que era imposible saber dónde terminaba la sala. El hombre murmuró algo y un grupo de ramas comenzó a moverse hasta que dejaron al descubierto una especie de gran ventanal desde el que se podía ver el espacio. Las mismas ramas se arrastraron por el suelo y se combinaron para crear dos sillas, en las que tomaron asiento.

“Hazme las preguntas que desees. Solo tienes que pensarlas. Tengo acceso a tu interfaz comunicativa” Dijo el hombre. “¿Eres Dios?” Pensó ella. El hombre sonrió y replicó “No soy un ser sobrenatural, pero sí podrías calificarme como dios en su acepción de creador. Mi equipo y yo diseñamos e implementamos tu mundo con las condiciones iniciales necesarias para vuestra aparición“. “Entonces… ¿qué somos?” Pensó Claudia, temblando. “Un experimento”, respondió el creador. “Los humanos, hemos habitado el cosmos desde hace miles de millones de años, pero hemos llegado a un punto de estancamiento. Nuestro conocimiento parece haber llegado al límite de lo cognoscible y esto nos ha sumido en una gran crisis como civilización. Nuestra población decrece, nos desvanecemos como una estrella moribunda”. El hombre miró al ventanal con cierto aire melancólico antes de continuar: “Pero unos cuantos nos negamos a aceptar esto. Analizamos nuestro desarrollo como especie y pensamos… ¿Y si hubiésemos cometido un error por el camino? Si pudiésemos volver a empezar desde cero… ¿hubiésemos creado otra ciencia? ¿una que no nos llevase inevitablemente a chocar contra un muro? Y así lo hicimos: Creamos un planeta en que una copia de nuestra especie pudiese florecer. El plan era obtener un desarrollo científico alternativo en que inspirarnos, aprender de vosotros. Y eso hemos estado haciendo los últimos diez mil años.”. El hombre le dio un par de minutos a Claudia para que pudiese asimilar todo aquello.

“¿Y ha servido de algo?” Preguntó finalmente. El creador, con cierto entusiasmo, respondió: “Sí, para mucho. Verás, Claudia, no os creamos exactamente iguales a nosotros. Los humanos originales, no envejecemos. Os hicimos mortales como medio de control poblacional, de gestión de recursos. Pero los resultados fueron completamente inesperados: Al ser conscientes de vuestro limitado tiempo, desarrollaste un camino vital de gran eficiencia. El saber que la muerte os esperaba, independientemente de lo que hicieseis, os animó a tomar riesgos que a nosotros ni se nos pasarían por la cabeza. Que alcanzaron el espacio en unos míseros miles de años es algo increíble. Vuestro progreso no tiene parangón en ninguna especie galáctica conocida. Créeme que sentí auténtico orgullo cuando vi cómo os superáis una vez más, fletando esta misión hasta nuestro puesto de observación.”

“Y por qué habéis decidido mostraros justo ahora” preguntó la astronauta. El hombre suspiró y respondió con resignación: “Porque, pese a todo, no se han cumplido los objetivos marcados. También vosotros os habéis dado de bruces con la conservación de la energía y el principio de incertidumbre. Tarde o temprano acabaréis en el mismo punto muerto que nosotros.” Sacudió la cabeza y la miró a los ojos: “Claudia, ha llegado el momento de terminar el experimento. Hemos venido a descontinuar la Tierra” La astronauta se sobresaltó “¿Vais a destruir la Tierra?” Preguntó. “Ya lo hemos hecho. Y también vuestros satélites y naves, incluyendo la que te trajo hasta aquí. Lo lamento, pero así son las normas.” Contestó. Claudia se quedó de piedra. Ríos de lágrimas comenzaron a surcar sus mejillas, de pura rabia.

“Tengo que escribir un informe sobre vosotros. Me serías de gran ayuda. Considera esto una oferta para que te mantengamos con vida los años que te quedan. Piénsatelo. Tienes hasta mañana” El hombre se levantó y se dispuso a abandonar la sala. Tanta frialdad y crueldad llevó a Claudia al límite, se levantó como un resorte y se lanzó contra el creador gritando, como un animal cegado por la ira. Pero para su sorpresa, aquel ser no era tangible. Lo atravesó como si se tratase de un fantasma y cayó aparatosamente al suelo.

El hombre la miró con lástima. “No todo fue bueno en cuanto a lo de la mortalidad. El hecho de que vuestras vidas, por finitas, fuesen menos valiosas os hizo proclives a la violencia. Pero eso no te servirá de nada. En realidad no estoy aquí, soy solo una proyección.” Tirada en el suelo, Claudia sollozaba y maldecía. “Siéntete afortunada” Dijo el creador mientras desaparecía entre las plantas. “A diferencia de las nuestras, vuestras vidas sí tuvieron un propósito.”

Una hora y veinte después, el destello de la destrucción de la Tierra llegaba a hacerse visible desde Momos, donde Claudia Westermann, la última de sus habitantes, lo observaba desconsolada e impotente.

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