Maniquíes

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Maniquíes

Por: C.C.R.

Un año más, a regañadientes y aburrido, hice frente a las rebajas de enero: «Hay que aprovechar las ventajas y los saldos que, tan solo en estos días, ofrecen las tiendas para fidelizar al cliente», mi mujer repetía sabiamente esta retahíla. Nos acercamos los dos a uno de esos almacenes, con gran tradición, situado en el centro de la ciudad.

La tarde, ya avanzada, no había conseguido agotar a decenas de mujeres, que como la mía, no se cansaban de otear artículos y comparar lo que costaban anteriormente con los precios que ahora resaltaban en rojo sobre la etiqueta.

Pasada media hora, las voces a mí alrededor me aturdían e impulsaban a salir de ese local inmenso; en busca de aire limpio donde echar un cigarrillo que a buen seguro me había ganado. Pero con esa facultad de leer entre líneas, que tan solo poseen las mujeres, Mari Luz recorrió mi cuerpo escultural con su mirada y ordenó:

—¡Anda pruébate este pantalón que es de tu talla y está muy rebajado!

No quise decirle lo que en verdad haría con esa especie de bombachos, pero hice de tripas pantalón y fui en busca de los probadores que casualmente estaban al lado de los servicios, donde calmé el hambre de nicotina.

Cuando salí, mi esposa estaba enfrascada en la sección de señoras y, como imaginaba, ni se acordaba de los ridículos calzones. Tomé un poco de distancia y me fui a ver las televisiones y los teléfonos, estos sí que me hacían falta, pero claro: «Tenía que tragar con los que ella desechaba». No estuve mucho tiempo en esa planta y, como ya era buena hora, fui en su busca.

Puse cara de vencido, que había ensayado mientras bajaba por las escaleras, y cuando me vio así de hastiado me mandó a casa con un movimiento de barbilla, faltaba muy poco para cerrar.

En la calle lo primero que haría sería fumar un cigarro, busqué la cajetilla en los bolsillos hasta que me di cuenta de que la había dejado en el baño de los almacenes.

Entré de nuevo, con muchas prisas porque estaban anunciando el cierre por megafonía; no recordaba en qué planta estaban los servicios y tuve que recorrer unas cuantas, hasta que di con ellos y el maldito tabaco.

Fui bajando de planta a planta mientras las luces se iban apagando. Solo quedaban encendidas las de emergencia. No había ningún cliente y las dependientas habían desaparecido. Llegué a la planta baja y, tras la puerta de cristal cerrada, pude ver la persiana metálica con un candado grande en la parte inferior. Saqué el móvil, pero la batería estaba agotada como casi siempre.

No suelo ponerme nervioso, pero empezaba a sudar y a sentir escalofríos. Abrí la puerta de los escaparates que, bien iluminados, daban a una de las calles. Me colé en su interior haciéndome sitio entre los maniquíes y esperando que alguien caminase por la calle y, al verme, diera aviso a algún responsable.

Mientras, me trasladé como pude por la estrecha estancia, donde los muñecos posaban y vestían los mejores trajes y los vestidos más elegantes. Los observé detenidamente y cada vez me impresionaron más sus rasgos tan humanos que vistos desde la calle no se apreciaban. Tan solo parecen tallas de plástico: meras imitadoras de hombres y mujeres.

Había pasado media hora y por fin llegó gente. «¡Qué alivio!», pensé. Se acercó una madre con su hija y, qué mala suerte, era mi vecina del quinto. «¡Qué vergüenza¡». Imité a mis compañeros e, inmóvil, me puse también en la misma actitud de ellos. La niña me reconoció al instante y me señaló con un dedo delator haciendo señas a su madre que, afortunadamente, escudriñaba cada prenda y ni se enteró de que era su vecino el que mostraba unos vaqueros pasados de moda. Estuvieron más de diez minutos y se fueron ante los lloros de la niña a quien, gracias a Dios, su madre no prestaba atención.

Fueron pasando las horas y por la calle no pasaba nadie: del nerviosismo inicial fui pasando al miedo. Podía pasarme allí toda la noche, encerrado en un sitio al que iba por obligación y cuando no tenía más remedio.

Me dispuse a salir del escaparate y la puerta por la que había entrado no abría. Fui al otro extremo y la otra, tampoco. Lo intentaba una y otra vez sin conseguirlo, incluso prometí que si abriese me probaría los bombachos de antes, que ya me empezaban a gustar un poco. Pero nada, imposible, tendría que esperar toda la noche en el interior de la vidriera.

Era la una de la mañana y aún podía pasar gente por la calle, o esa esperanza tenía. No me podía sentar ni echar, porque el espacio era muy reducido. Presentía que los maniquís se compadecían de mí, algunos, y que otros se miraban entre ellos sintiendo una felicidad macabra.

De pronto, una luz iluminó la espalda de uno de mis compañeros, procedía del interior de la tienda; me volví: y una linterna se aproximó en manos del vigilante de seguridad. ¡Estaba salvado! Di algún toque en el cristal, el hombre me sonrió y haciendo un gesto negativo con la cabeza; se fue.

¡No! ¡Era imposible! Golpeé la puerta una y otra vez; y desistí cuando uno de los maniquís gritó: «No lo hagas, que será peor para ti y para nosotros». Creí que estaba soñando, pero no era así. Pregunté quién había dicho eso y nadie contestó.

Estaba exhausto y me estaba quedando dormido de pie, como los demás muñecos. Pensé en la que montaría al día siguiente al director de los almacenes cuando saliese de allí. Y así, adormecido, fueron pasando las horas hasta que amaneció. La gente pasaba por la calle, yo hacía esfuerzos baldíos por avisarla, pero mis manos y mis piernas no respondían. Mi cuerpo no se activaba.

Abrieron la puerta del escaparate y dos hombres de azul entraron. Yo quería gritar y no podía, todos mis músculos estaban agarrotados. Entre los dos me levantaron y me sacaron del expositor. Escuché decir a uno de ellos: «Hay que llevarle a la sección de tallas grandes».

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