La Isla de los Muertos

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La Isla de los Muertos

Por: Julián Maestre

Gino Uberti fue el primero en alertar sobre la extraña forma de aquella nube.

Llevaba solo cinco días en la Isola di Poveglia. El cólera no le había perdonado a él tampoco… Primero fueron sus amigos y conocidos; luego la temible plaga se cebó en su familia… y ahora él. El Dogo Agostino fue terminante: ningún muerto, enfermo o apestado debía emponzoñar con su presencia el aire de Venecia, la risueña ciudad de los canales; debían ser trasladados sin el menor miramiento a Poveglia, la isla cementerio. Gino Uberti fue atrapado por la guardia del Dogo cuando trataba de ocultarse entre las embarcaciones amarradas en el canal de La Giudecca. Al final, el barco del horror lo condujo a la isla de los muertos. Allí los enfermos agonizaban de cólera e inanición. La falta de alimento inducía a algunos desesperados a perpetrar espantosos actos de canibalismo. La isla no podía dar más de sí: miles y miles de enfermos y cadáveres se hacinaban en un territorio que era inferior al del más pequeño de los barrios de la capital del Adriático. La laguna era profunda como una fosa y sus aguas aparecían batidas por el recio empuje del viento Sirocco; era en vano tratar de huir nadando, los muertos regresaban a la isla o acababan engullidos por los vórtices de la laguna.

Gino Uberti estaba transido por tanta suma de horrores: los cadáveres de sus familiares rondados por incontables escuadrones de moscas verdosas, los gemidos fantasmales por el día y la noche, las bocas cariadas y los miembros sanguinolentos, el cielo jovial de las islas de Venecia y el azul turquesa de la laguna… Ni una sola rama verde en el enfangado suelo de la Isola di Poveglia…Talmente se diría la pesadilla de Dante en su descenso a los nueve círculos del infierno.

Gino Uberti se había dejado caer junto al filo norteño de la laguna. El cielo mostraba suavidad primaveral, y le impactó el singular cuadrilátero que bosquejaba esa nube de azúcar hilado.

De súbito, el espacio interior de la nube se tornó blanco como la misma pureza, y aparecieron en su centro unas enormes letras negras que rezaban: MMXXIII (2023).

Los rostros de los muertos en vida giraron sus miradas a lo alto. Dedos gafos, percudidos de escamas de suciedad, se agitaron al unísono señalando el prodigio. Todos sabían que el año que estaban viviendo correspondía al siguiente numeral: MDI (1501)… El año de redención en que el Dogo Agostino manejaba los hilos de Venecia.

Gino Uberti vio un mar de cabezas mirando la descomunal pantalla que había conformado la nube. A continuación las cifras se borraron, y surgió el espectáculo de un atardecer equinoccial en una playa de arenas mórbidas y de color tostado. Se erguían palmeras rebosantes de fruto, más allá de las cuales se distinguían personas bañándose desnudas entre los abrazos fosforescentes de las olas. Sus cuerpos eran cimbreños y tenían la piel limpia y brillante, como frotada con un aromático aceite de almendras.

Sonreían, mostrando las perlas de sus dentaduras. Bebían líquidos de cálidos colores en copas de cristal tallado, no tan elegante como el de Murano pero no por ello de vista menos atractiva. En el horizonte se recortaban embarcaciones que bogaban por las aguas sin el auxilio de remos o velas latinas. Una música que ningún instrumento conocido podría interpretar, animaba la escena de placer y alegría estival… Aquello era el Paraíso.

Los cadáveres andantes de la Isola di Poveglia gemían al no ser parte de la dicha que sus ojos de humo contemplaban. Gino Uberti volvió a pensar en las cifras, y comprendió que esas imágenes correspondían a un momento que se adelantaba 522 años en el tiempo.

De repente, la nube se disolvió en una fracción de segundo. El cielo fulgía con su habitual color zarco de primavera. Los muertos vivientes sintieron que sus sufrimientos se enconaban. El no tener lo que es deseado constituye el mayor de los tormentos cuando la vida ha zozobrado y no existen otras alternativas de esperanza. Los gemidos se acrecentaron varias octavas, y la violencia se generalizó entre todos los moradores de la isla.

Gino Uberti, sin embargo, no fue partícipe en toda esa espiral de espanto. Se puso en pie, y, sin ningún reparo, se adentró en la laguna. Empezó a bracear, su vista fija en el lugar donde había estado esa nube malhadada. Nadó una distancia de varios cables, convirtiéndose finalmente en un juguete de la resaca lagunera. El agua empezaba a encharcar sus pulmones, y la mirada se le hizo de vidrio.

Se abrieron nuevas nubes en su derredor, y enseguida las sombras anegaron todo vestigio de luz.

En la isla de los muertos aún no había anochecido.

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