La Greña

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La Greña

Por: Christina de Fran

relato corto: La Greña

La Greña apestaba a sudor, a ropa sin lavar y a sus perros. La cabellera – gris con unos mechones todavía negros – se le derramaba por los hombros por encima de varias capas de ropa sucia. Yo tenía diez años cuando la vi por primera vez. No te sabría decir cuántos tenía ella. De la suela de su zapato derecho pendía una cola de ratón.

Cuando le dije a mi padre que en el autobús de la mañana había bajado una indigente, él se rió y me corrigió: —Es la mujer más rica de la comarca.

Todo el invierno y todos los inviernos la Greña bajaba desde el pueblo a la ciudad en autobús. Era el mismo autobús en que íbamos los niños al instituto. Nadie se sentaba al lado de ella aunque fuese el último asiento libre. Antes nos quedábamos de pie. Con la calefacción del autobús, el pestazo se hacía inaguantable. Varias veces los niños casi nos conchavamos para llevar desodorante y rociarla, pero al final no nos atrevimos. A partir de febrero o marzo ella bajaba a la ciudad en bici, y los demás volvíamos a respirar.

La Greña habitaba en las afueras de nuestro pueblo, pero no se hablaba con nadie. La gente contaba que ella tenía casas en Madrid y Barcelona y que cobraba unos alquileres inimaginables, pero que vivía en la montaña para sentirse en armonía con la naturaleza. Incluso trató de denunciar al agricultor que tenía los campos de al lado de su huerto, porque él usaba pesticidas y ella decía que el viento los llevaba a su finca. A modo de respuesta, después de la cosecha el agricultor amontonó un estercolero en el campo aquel.

Un día la Greña llamó un taxi para que la recogiese y la llevase a la ciudad con todos sus perros, que quería llevarlos al veterinario. El taxista se negó. La Greña consiguió que el veterinario subiese al pueblo para ver los perros, que todos tenían lastimados los morros. Se le había caído una botella de aceite – ecológico, por supuesto – y los perros habían lamido el suelo sin preocuparse por los añicos. La esposa del veterinario se lo contó a una amiga, la amiga se lo contó a otra, y así toda la comarca se enteró de que la Greña era tan ultra-vegana que no les daba carne ni a sus perros.

—Cuando la Greña se muera, sus perros la comerán —dijo mi padre.

Cuando lo del aceite, la Greña tenía cinco pastores alemanes. Los dejaba criar: a veces la gente oía por la zona de las huertas unos ladridos agudos como de cachorros. Así que pronto ya nadie sabía cuántos perros tenía la mujer en su huerto, del cual solamente se veían las copas de los árboles por encima de un seto espeso. Dicho seto lo dejaba crecer, haciendo caso omiso al reglamento del ayuntamiento que exigía que cada quien podase sus árboles para que no invadiesen los caminos.

No sabíamos cómo la Greña con su bici oxidada acarreaba comida suficiente para tantos perros, ni qué hacía si se moría alguno. Varios perros se le debieron de morir, de viejos si no de otra cosa, a lo largo de los años que me tocó bajar al insti en autobús. Luego, con el bachillerato superado, me fui a estudiar medicina a Barcelona. De vez en cuando me acordaba de la Greña: cuando en algún lugar había pestazo a sobacos o a pies. Por mi hermanita sabía que los escolares del pueblo todavía tenían que compartir autobús con la mujer más rica y más loca de la comarca, la cual ahorraba agua y jabón.

Yo tenía 25 años cuando la Greña murió, pero no de vieja ni de escasez de vitaminas. Bueno, indirectamente, sí. Yo estaba de médico interno residente en el hospital comarcal cuando la trajeron en helicóptero. Nadie sabe muy bien cómo pasó lo que pasó, pero me imagino que la Greña se hizo alguna herida pequeña, algún corte con el cuchillo de cocina o tal vez un rasguño con alguna zarza de su huerta. Y porque llevaba años con carencia grave de vitamina B12 por la alimentación, tenía poca sensibilidad en manos y pies. La heridita le pasó desapercibida. No la limpió ni la vendó. Olía a sangre.

No sé si alguno de sus perros hambreados empezó y los demás le siguieron, o si todos a la vez se abalanzaron sobre la mujer. Lo primero que sé seguro es que unos trabajadores del ayuntamiento que preparaban la motosierra para podar a ras del lindero los árboles y arbustos de la Greña y volver a abrir el camino, en vez de los ladridos habituales oyeron unos gruñidos y un grito desgarrador. Llamaron al 112. Llegaron ocho guardias civiles que forzaron la puerta de hierro y entraron con pistolas en mano a la huerta. El primer perro que vieron llevaba entre dientes la mano de su dueña. Lo mataron de dos tiros. En la casita de la Greña encontraron nueve perros más, todos con los morros ensangrentados, que se peleaban sobre algo que parecía un montículo de carne y trapos en el suelo de la cocina. Los policías mataron todos los canes. Los apartaron del cuerpo de su dueña y vieron que ella, increíblemente, seguía respirando. Mientras dos guardias civiles vigilaban la puerta y otros cuatro registraban la casa para cerciorarse de que no quedasen más perros (y uno salía a la huerta para vomitar), un agente intrépido aplicó torniquetes a lo que quedaba de brazos y piernas de la Greña. Ya llegaba el helicóptero para llevársela.

La Greña llegó viva al quirófano, pero no entera. No la pudimos salvar. Resulta que mi padre se había equivocado: los perros no aguardaron a que estuviese muerta.

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