Por: Julián Maestre
Todo tiene un precio; tan solo hay que saber buscarlo. Barandiarán pagó mucho por llevarme a la cima del volcán del Morrón. Hubo de ceder su casa de Villamayor de Calatrava a trueque de que el ayuntamiento le concediera permiso para trasladarme y habitar en la misma cresta del cono volcánico. No quiso llevarse más de sus muchas pertenencias.
Cuando era niño grabó en mi cabecero su nombre y edad: “Claudio Barandiarán, 9 años”. Recuerdo el daño que me hizo su cortaplumas cuando tallaba las letras en la dura madera de arce con la que me habían fabricado. Luego pasó muchos años de su juventud enfermo y arrellanado encima de mí, y pude saber la tristeza de los sueños incumplidos, la fisonomía de la ventana con músicas de macetas y redobles de lluvia, el suspirar por las muchachas que todos los domingos se veían pasar camino de misa. Supe tanto de lo que Barandiarán escondía en su alma…
La enfermedad evolucionaba con exasperante lentitud. Barandiarán no leyó otros libros que los de la biblioteca de casa, que aun así eran bastantes para saciar su hambre de conocimiento y alumbrar sueños y sensaciones que mantenían amordazados los clamores de su soledad.
Cuando por fin pudo levantarse de mi regazo, ya la vida había recorrido un buen trecho. La primavera se había ocultado tras un atardecer de nubes doradas y pájaros errantes. Nadie en el pueblo lo conocía lo suficiente, y empezaron a darle de lado.
Barandiarán huyó a los campos, pues, y recorrió las sierras circundantes y descubrió olores y sonidos que actuaron como copa de perfumes para su corazón aletargado. Pasó muchas horas en la vieja cantera asentada a la sombra del cono del volcán. “… el más antiguo de Europa”, rezaban sus libros de consulta. Nido de águilas y atalaya que contemplaba el mar desde una altura de 800 metros.
“Dios habla en la nube, Dios se encuentra en la cumbre”, susurraba Barandiarán en sus tenues madrugadas de soledad e insomnio. Y se removía de un lado a otro, haciendo crujir mis articulaciones, junto con los muelles oxidados de mi somier. Había perdido la oportunidad de amar, y por ello ahora anhelaba la paz.
Toda vez que consiguió el permiso para irse a vivir a la punta del Morrón, hizo que me desarmaran con exquisito cuidado. Mis años eran muchos y merecía todo tipo de miramientos.
El verano terminaba cuando comenzó nuestra existencia en lo alto de la montaña.
Barandiarán no oía mis quejidos cuando las hormigas me escalaban las patas y el rocío de la mañana pugnaba por arrebatarme mi gruesa capa de barniz de Noruega. Barandiarán miraba a los valles y collados de en derredor, y agradecía con sonrisa y palabras plácidas los alimentos que los muchachos del pueblo le subían a expensas de la municipalidad.
Ahora, que ya no vivía entre ellos, empezaban a quererle.
Barandiarán encontró la paz, y entonces su corazón quiso despertar a los sentimientos amorosos que se había quedado sin conocer.
El otoño avanzó tanto, que ya la campiña presentaba catadura de invierno; había barro y piedras empapadas por toda la falda del volcán. La niebla de por la mañana me anquilosó las articulaciones, y era enorme el peso de las mantas y del colchón de lana que Barandiarán me cargara encima. Toda la vida poniéndome a prueba y sometiéndome a un trato no conocido por el resto de mis congéneres.
Una madrugada Barandiarán se incorporó de repente, causándome un dolor que no es para descrito. El águila crascitaba en el cercano nido de la peña. La matriz de la niebla fue definiendo una extraña silueta. Barandiarán afinó la vista. Allí había piernas y muslos; ramos de euforbio y caderas de juventud; torres de David y ojos perdidos en el fulgurar distante de las estrellas; cabellos que eran el propio cendal de la niebla… Y había labios que se fruncían en el impredecible óvalo del deseo.
Una nueva carga hube de soportar. Movimientos rítmicos que Barandiarán jamás había ejecutado. “Dama de la niebla”, salmodiaban sus labios, que habían dejado de mostrarse custridos y pesarosos. Hubo sacudidas telúricas y eclosión de galaxias aún por afirmarse en el firmamento. El corazón de Barandiarán, tras encadenadas alternancias de enfermedad y salud, no era tan robusto como él creía. La pasión despertó los estallidos del volcán dormido, y lo que quedó de Barandiarán voló a más altura que la que podían alcanzar las alas del águila.
Así me quedé yo, sola en la cúspide del volcán, con el inútil envoltorio carnal de Barandiarán, si bien liberada del peso de la dama de la niebla. Vinieron del pueblo y se llevaron lo que había quedado de mi dueño; me dejaron en la cima, y me crecieron las raíces del arce que una vez fuera.
Ahora el águila deposita sus polluelos en la comodidad de mi jergón, las hormigas retiraron mi barniz y soy cielo, nube y montaña, tanto como los sueños ajenos que antaño albergara en noches de soledad y enfermedad. Y en estas madrugadas tan perladas de bruma, previas al solsticio de invierno, aún aparece por mi proximidad una figura etérea que me mira como esperando que Barandiarán esté tendido en mi regazo para saciarla de amores.
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