Faltan 10 Horas

Inicio / de Ficción / Faltan 10 Horas

Faltan 10 Horas

Por: Stefan Ivanovici

Faltan 10 horas…

Me despierto perezoso, pero mejor que ayer. Lavo mi cara con agua fría y salgo a la terraza. La planta no tiene la tierra muy seca así que no hace falta regarla todavía. Asomo la mirada hacia la calle y me duelen un poco los ojos por la luz de la mañana. Cojo una bocanada de aire y noto el aroma de la lluvia entrando en mis pulmones. El frío me termina de quitar el sueño y me anima a empezar el día.

Empecé a vivir aquí dos días antes del anuncio, me pilló desprevenido para comprar una cafetera. Pongo una cazuela pequeña con agua al fuego a calentar y la dejo. Cojo la escoba y me pongo a barrer con decisión el salón intentando llegar a todos los rincones. Limpio el cristal de la mesa baja del salón y vuelvo a la cocina. Se escuchan las burbujas del agua hirviendo y me quedo mirándolas un rato, cómo aparecen y desaparecen al instante. Giro el botón del fuego al mínimo, echo tres cucharaditas de café, lo remuevo y después apago el fuego y lo dejo reposar. Ajusto la mecedora para que le dé la luz de la terraza y dejo el libro encima.

Sentándome tomo el café y leo unos párrafos, son de una carta a un señor que se fue de viaje a un pueblo de Rumanía hace unos 120 años. Su prometida le está esperando en Londres y está un poco preocupada porque lleva unas semanas sin contestarle. “Si es que el transporte en Rumanía nunca ha funcionado bien.” -pienso para mis adentros- “Irán los trenes con retraso y se habrá perdido.” Después de un rato leyendo, termino el café y decido ir a dar una vuelta.

Faltan 9 horas…

En la calle no hay ruido, ni coches, ni gente. Absoluto silencio. Parece un decorado de cine. Sólo que más feo, pero con más detalles, aunque menos que en alguna peli. No me decido si está mejor así o como antes. El aire jamás había estado tan limpio aquí. Cada bocanada es como un sorbo de agua fría después de una hora de trabajo a pleno sol. Como la sensación al estirar el cuerpo después de unas horas en la misma postura. Voy andando hasta la plaza del pueblo y me siento en un banco. Se ven las tiendas, cerradas. En una panadería hay un cartelito que pone: “Gracias por todo.” Ojalá me hubiera dado tiempo a probar su pan de hogaza. La mirada se me va a una señora mayor que viene a pasear al perrito. Se acerca al banco llevada por las ganas de saludar del animal, y me da los buenos días.

– “Hola, ¿cómo vamos?” – Le digo mientras acaricio al peludo.

– “Pues aquí estamos hijo. ¿Y tú por qué no estás con tu familia?” – Me contestó un poco confusa.

– “Están en Rumanía, yo vine aquí hace un par de años y con todo esto no me ha dado tiempo a volver, cerraron los aeropuertos justo después del anuncio.”

– “Vaya faena, pobrecito.” – Se lo pensó un momento y luego añadió. – “¿Quieres venirte a comer conmigo y con mi marido? Nuestros hijos viven en la otra punta del país, tampoco nos dio tiempo a ir con ellos.”

Me quedé un rato mirándola un poco sorprendido y después le dije:

– “Muchas gracias, pero no se preocupe, no me gustaría irrumpir en su casa justamente hoy.”

– “Bobadas hijo, vente a casa y me ayudas a hacer el cocido, si ya deben quedar unas 7 horas nada más, no voy a dejar que pases esto solo.” – Me dijo categórica.

– “Bueno, pues si insiste, iré. Déjeme que pase por casa y les llevo una botella de vodka rumano.”

La señora me hizo una mueca y después me dijo muy decidida:

– “Venga, vale, pero te acompaño a casa para que no te escapes.”

Me salió una sonrisa. “Me ha pillado.” Después le prometí que iba a ir y le dije que me esperara en su casa.

Faltan 4 horas…

Llamo al timbre del portal de los señores. Me abren sin preguntar. Voy subiendo los cuatro pisos por las escaleras y acabo jadeando un poco. Llamo a la puerta, 4ºC, y se escuchan unos ladridos de fondo. Me abre el marido de la señora, tiene el pelo blanco y entre las arrugas de la cara una cálida sonrisa.

– “Pasa hijo, ya me avisó María que teníamos visita.” – Me invitó al salón como si fuera lo más normal del mundo.

– “Sí, aunque quién lo diría en un día como hoy, ¿verdad?” – Le devuelvo la sonrisa.

– “Y tanto. Yo me llamo Pedro, por cierto. ¿Y tú?”

– “Mira qué coincidencia, yo también, aunque en rumano es Petre, encantado.”

– “Pues nada Petre, mi señora me ha dicho que te tengo que ceder el puesto de ayudante de cocido, así que te ha tocado.”

– “Lo sé, os he traído un vodka rumano para que me perdones.” – dije sonriendo.

– “Ves, ya me caes bien.” – después se giró hacia la cocina y llamó a su esposa. “María, está aquí el joven que me dijiste.”

Faltan 2 horas…

– “Ya está el cocido, Pedro, ayúdanos a servirlo.” – le dijo María.

Nos sentamos los tres en la mesa y servimos el cocido y el vodka, nos envolvía el olor de la casa mezclado con el de la comida. Hicimos un brindis por lo bien que había salido y compartimos con el perrito. El vodka era de mi abuelo, hecho con las ciruelas de su propio jardín y destilado de forma artesanal en un caldero típico de las brujas, con un sistema de tubos rudimentario. Mientras les contaba el proceso a los señores y al perro, se fue yendo el sol y empezó a oscurecer. Eran las 7 de la tarde.

Falta una hora…

– “Es curioso cómo es la vida, ¿no? De no ser por esto, no nos habríamos conocido ni mucho menos comido juntos jamás. El efecto mariposa creo que lo llaman.” – Yo como siempre empezando a divagar…

– “Pues sí, y también que estemos probando el vodka de tu abuelo que está a medio mundo de aquí, Petre. Que por cierto no está muy bueno.” – dijo María haciendo una mueca.

– “Lo sé.” Dije riéndome. “Y fíjate que para él siempre fue el mejor del mundo, supongo que saber que lo has hecho tú le da una cierta magia.”

El reloj de péndulo sonó una vez. Falta media hora…

Salimos a la terraza con el perro y empezamos a hablar de tonterías y recuerdos. Y así se nos pasó la última media hora de nuestras vidas. Ya era de noche. El reloj de péndulo del salón empezó a sonar. Ding-dong, ding-dong, así ocho veces…

Estábamos los tres en la terraza tranquilos, dejamos de hablar y sólo miramos al cielo, los abuelos se abrazaron y yo cogí al perro en brazos. Se empezó a divisar en el cielo una luz cada vez más fuerte. Poco a poco la luz iluminó el cielo nocturno, hasta que se hizo de día. Pero siguió iluminando más y más hasta que sólo se veía blanco y los ojos dolían, la mente se me quedó en blanco y ya no entendía ni de sonidos ni de colores ni de luz, sólo veía blanco. Mi mente estaba quieta, hasta que divisé una persona vestida con una bata blanca, y luego los ojos de una mujer llorosos… Y empecé a llorar.

Dejar un comentario

Your email address will not be published.

Información básica sobre protección de datos Ver más

  • Responsable El titular del sitio.
  • Finalidad Moderar los comentarios. Responder las consultas.
  • Legitimación Su consentimiento.
  • Destinatarios .
  • Derechos Acceder, rectificar y suprimir los datos.
  • Información Adicional Puede consultar la información detallada en la Política de Privacidad.

Esta web utiliza cookies, puede ver aquí la Política de Cookies