En Fase Experimental

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En Fase Experimental

Por: Gloria Morales Sotodosos

No hacía ni dos horas que Marta había salido del quirófano cuando su marido recibió una llamada de su jefe.

—Juan, tienes que viajar urgentemente a la oficina de Lima, recoge los billetes en la recepción, sales esta noche.

—No puede ser, jefe, estoy en el hospital, a Marta le han operado de la espalda y me necesita.

—No acepto un no, es importante.

No sabía cómo explicárselo a su mujer, no iba a poder estar con ella en el postoperatorio, pero se le quedaba la tranquilidad de que iba a estar en el hospital bien atendida. Si le dieran el alta enseguida, tendrían que contratar a alguien para que la cuidara, pues no tenían familia, aunque por el tipo de intervención parecía difícil que esto sucediera.

La mala suerte hizo que a Marta le dieran el alta justo un día antes de que Juan volviera. Minutos antes de salir del hospital el médico le entrego la documentación y le ofreció un medicamento.

—Si lo que te da miedo es que no te puedas valer mientras vuelve tu esposo, te propongo que tomes estas pastillas, están en fase experimental, pero los pacientes a los que he tratado les han ido de maravilla. Es una medicación distinta a la que estamos acostumbrados, tienes que tomar una cuando sientas dolor, si ves que no te hace efecto en media hora, tomas otra, esperas otra media hora y así sucesivamente hasta que estés mejor. No importa las que tengas que tomar, lo importante es que te encuentres bien; para ello tienes que firmar un consentimiento. Si no quieres probar te receto un analgésico de los habituales —dijo el Dr. Aguado.

—Doctor, usted es el profesional y haré lo que crea que es mejor para mí. ¿Dónde tengo que firmar?

Cuarenta y cinco minutos después estaba en casa y dos horas más tarde, no podía de dolor.

Sacó del bolso el frasco de pastillas y tomó una. Miró el reloj: las cinco y veinte. A las seis menos diez tuvo que tomar otra. A las siete y veinte, con cuatro comprimidos en el cuerpo sin efecto alguno, volvió a tomar una más. Continuó el resto de la tarde con visitas al botiquín y, ya de noche, cenó y marchó a la cama con los dos somníferos habituales con los que dormía toda la noche del tirón.

Pese al dolor, se quedó dormida y, aunque éste se reducía poco a poco, estuvo sintiendo sensaciones extrañas en su cuerpo durante horas. Parecía que su columna no paraba de crecer, siguieron las piernas y luego los brazos. Más tarde, su cuerpo se endurecía para impedir que sus huesos salieran de él. Luego la cabeza y los ojos: la presión era infernal, le iban a reventar. La noche fue pasando cada vez con menos dolor. Tenía el cuerpo muy rígido y le impedía moverse con soltura, sin embargo, no había dolor.

Por las rendijas de la persiana entraba la luz, la sirena del colegio de enfrente empezó a sonar: eran las ocho en punto. Decidió levantarse. Se sentía tan pesada y agarrotada que le costó trabajo estirarse. Torpemente se dirigió al cuarto de baño, le crujieron las rodillas y las caderas al sentarse en el váter, entonces se fijó en sus manos. Quedó horrorizada. Se levantó todo lo rápido que pudo y fue hacia el espejo.

Un berrido ensordecedor atronó en la estancia. No podía ser. Gritó una y otra vez, quería quitarse la máscara que tenía pegada a la cara, pero no podía, era su propia cara. El espejo le devolvía la imagen de una enorme cabeza, con unos ojos enormes como pelotas de tenis. Su cuerpo estaba enfundado en un enorme caparazón anaranjado. Gritaba y lloraba con desesperación. El corazón le latía a mil por minuto. Intentó quitarse esa armadura, pero no fue posible. ¡Dios, no podía estar pasando por aquel espanto!

Sonó el teléfono, el número era el de Juan, estaría saliendo del aeropuerto. No pudo descolgar, los enormes dedos fueron incapaces de darle a la tecla para contestar la llamada. Intentó pronunciar su nombre, pero fue en vano, sólo salían gruñidos de su garganta. No podía articular palabra.

Golpeó la pared brutalmente hasta quedar agotada. Tirada en el suelo escuchó la puerta de entrada. La llave dio dos vueltas y al instante se cerró. No podía dejar de temblar. Volvió a mirarse por si aquello no fuese real, pero seguía viendo al monstruo.

—Ya estoy aquí —avisó Juan.

Marta no estaba en el salón, ni en el dormitorio, ni en la cocina. Juan abrió la puerta del baño y se quedó paralizado ante aquella visión. Ella intentó acercarse envuelta en un lamento, pero Juan cerró la puerta. Corrió a la cocina a por el cuchillo más grande que encontró y se dirigió de nuevo al cuarto de baño. Abrió de nuevo la puerta. Marta intentaba hablar, decirle que era ella, su mujer, su vida, su todo. Vio el cuchillo y, entre quejidos lastimeros entendió lo que iba a ocurrir, alargó el brazo hacia su marido en un intento de pedir ayuda, pero éste, muerto de miedo ante el espeluznante y aterrador engendro, se lanzó sin pensarlo y no dejó de asestarle cuchilladas hasta que dejó de moverse, mientras preguntaba incesante, dónde estaba su esposa.

Una hora después llegaba la policía. Más tarde el juez. Lo encontraron desencajado, temblando y empapado en sudor.

—No sé qué es este ser, ni de dónde viene, ni qué hace aquí. No sé lo que ha hecho con Marta, pero no está y no ha podido irse a ningún lado, estaba recién operada de la espalda. ¡Por Dios, encuéntrenla, no podría vivir sin ella! —decía Juan mientras se fijaba que, a los lados de la cara del monstruo, se apreciaban dos protuberancias en las que relucían los pendientes que le había regalado a su mujer en su cumpleaños.

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