Por: María Lucía Rodríguez Arvelo
Se dirigía con paso firme hacia la encina que estaba en lo alto del montecito. Sentía una mezcla entre incertidumbre y excitación: la había citado allí su amigo Darky, para contarle algo muy importante, según él. Se preguntaba qué sería.
Cierto es que Darky no era un chaval al uso. Su estética gótica causaba a veces, entre sus compañeros del instituto, cierto rechazo. Eso, y su timidez extrema tampoco ayudaban a que fuese muy popular.
A medida que Viena iba acercándose a la encina podía distinguir su silueta. Era bastante fácil: siempre vestía de negro. Darky le saludó con la mano al verla llegar.
—Has tardado un poco… —le dijo distraídamente mientras jugaba a tirar unas piedras.
—Tuve que zafarme de la profe de Historia, que me asaltó en el pasillo. No te vi salir… ¿Qué querías contarme? —Viena fue directa.
—Tengo un secreto que quiero compartir contigo. —le dijo él. Dejó de jugar con las piedras y la miró a los ojos, serio.
—¿Has matado a alguien? —Viena rio divertida.
Darky la miraba sin reírse. Le hizo una seña y Viena se acercó a él. Darky cogió sus manos, las sostuvo y la miró con sus grandes ojos azules.
—Lo que te voy a mostrar no puede saberlo absolutamente nadie más.—le dijo tajante.
Viena abrió mucho los ojos. Aún con sus manos entrelazadas con las de Darky, éste la condujo hasta el grueso tronco de la encina, y puso sus manos en él. Viena pudo sentir la corteza rugosa.
—¿Puedes sentir la energía de esta encina? ¿Puedes sentir como una electricidad corriendo dentro de ella? —Darky la miraba con intensidad mientras le hablaba.
—Sí… Siento algo… —Viena no mentía. Podía sentir una especie de corriente, como un cosquilleo intenso. Quitó sus manos enseguida.
—Vale, entonces no soy yo el único que lo nota… Verás, el otro día me pasó una cosa muy curiosa aquí. Vine para ponerme a dibujar un poco y me apoyé en este tronco. Y entonces lo sentí… Fue como un fogonazo recorriendo toda mi espalda, como si me atravesara. Y, de repente, empecé a levitar… Sin yo querer y sin hacer nada… —Darky hablaba abstraído, mirando al horizonte pero sin mirar nada concreto.
Viena no podía creer lo que acababa de oír. ¿Cómo?
—Espera… ¡¿Qué?! —en su rostro podía verse una mueca de incredulidad.
—No te estoy mintiendo. A ti no.
Darky volvió a entrelazar sus manos con las de ella y juntos las apoyaron sobre el tronco. Al instante, ese fogonazo del que Darky hablaba lo sintió ella también. Y a la vez sintió una especie de quietud, como una paz sosegada. Cerró los ojos. Al poco oyó la voz de Darky.
—Viena, no te asustes, ¿vale? Pero… mira tus pies.- le susurró él.
Viena obedeció… Y creyó desvanecerse. Se encontraban ambos a unos cuantos palmos del suelo. Agarró fuerte las manos de su amigo.
—Darky, ¿Qué es lo que nos está pasando? —sentía miedo.
—Ssshh… Tranquila. No nos va a pasar nada, seguro. Quedémonos así quietos a ver qué pasa… —Darky le sonreía mientras intentaba tranquilizarla. Y lo consiguió.
De repente, empezaron a elevarse más y más. Sobrepasaron la encina y la brisa los meció suavemente hacia el olivar, cerca del pueblo. Podían sentir la gravedad bajo sus pies, la brisa atravesando sus cuerpos y llevándolos suavemente por encima de los paisajes más bellos que Viena había visto jamás. Los colores del verano se mezclaban con la gente, los coches, la vida del pueblo. Desde allí arriba podía distinguir las calles, algunos comercios, el parque central y el polideportivo. Ahí arriba olía distinto, como a dulce. De pronto les sobresaltó una nube. Se miraron sorprendidos y rieron. Viena se preguntó qué pasaría si alguien de allá abajo miraba hacia arriba y veía una mancha negra en el cielo (por Darky) pero enseguida ese pensamiento se desvaneció. Sólo podía sentir la apacible brisa que la mecía suavemente por aquel cielo que había admirado muchas noches desde su ventana. De repente, la voz suave de Darky rompió el silencio.
—¿Te gusta mi secreto? —le sonreía afablemente.
—Me encanta. A partir de ahora, será nuestro. —sonrió ella a su vez.
—Volvamos, no vaya ser que nos vea alguien que le dé por mirar hacia arriba.
Giraron sus cuerpos con agilidad, como su hubieran volado toda su vida, torciendo hacia la encina. Atravesaron la avenida central, llegaron al Ayuntamiento y emprendieron la subida hacia el montecito. Al llegar justo encima de la encina, fueron descendiendo lentamente, hasta que sus pies volvieron a tocar tierra firme. Aún con las manos sujetas, al llegar al suelo riendo se abrazaron emocionados.
—Por favor, no puedes contárselo a nadie. Primero que no nos creerían, y segundo quién sabe lo que le harían a la encina… —dijo pensativo. Darky siempre había sido muy ecologista.
—Hagamos un trato: prometamos que nunca vendremos solos, que siempre acudiremos juntos para escapar los dos volando un rato. —Viena lo miraba suplicante.
—Está bien, lo prometo. —Darky sonrió. Cogió sus manos una vez más, y las besó.
La miró intensamente con su mirada azul.
—Quedamos mañana aquí, a la misma hora. Debajo de la encina.—sentenció.
Y así fue: juntos escaparon muchas veces más, sobrevolando los tejados. Ponían sus manos sobre el robusto tronco, sentían esa energía atravesando sus médulas, y se elevaban alto, muy alto. Como dos hojas que la brisa del otoño juega con ellas, subiendo y bajando a su antojo, deslizándose sobre la hierba, para luego posarlas suavemente de nuevo. Se escondían entre las nubes para luego aparecer junto a un bando de pájaros, mezclarse con ellos y alejarse, juguetones. Como dos almas que, por mucho que vuelen, siempre estarán destinadas a encontrarse.
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