Por: Miquelón
Parecía que iba a ser un día más. Había dejado a los niños en el colegio y entraba por la puerta del trabajo, pisando fuerte. Me encantaba oír el ruido rítmico de mis tacones previniendo a los demás. Abrí la puerta del bufete sonriendo, con la cabeza alta. Me fijé, como todos los días, en las miradas de soslayo que me dirigían, a la vez que se golpeaban con el codo y cuchicheaban. Lo de siempre. Estiré la espalda para que pudiesen ver mejor mi culo. Entré al despacho. Mi secretaria, que hablaba por el móvil, lo dejó caer como una piedra, desarmándose la funda protectora al caer al suelo enmoquetado. Me miró a mí y a la puerta del despacho, alternativamente. La puerta estaba cerrada, pero se escuchaba una conversación. Junté las cejas y avancé con paso firme. Abrí de golpe, sin llamar. Me quedé parada, con la mirada fija en mi mesa, sin poder cerrar la boca, mientras la otra Marta me sonreía. Estaba sentada en mi sillón, el sillón de Marta. Vestía con la misma ropa que yo. Incluso tenía los mismos pendientes y pulseras. Y estaba utilizando mi estilográfica, tomando notas en un gran cuaderno, mientras asentía y hablaba por teléfono. Eso terminó por desquiciarme, y me abalancé sobre ella para arrebatarle mi Sheaffer Legacy. La otra Marta, asustada por mi reacción, se echó hacia atrás, buscando debajo del sillón el botón del pánico. Mientras encapuchaba mi estilográfica, le miré a los ojos y le dije:
—Eres una mala imitación.
—Sí Marta, pero soy yo misma. Tú te crees modélica, perfecta, pero estás vacía.
Me quedé quieta, intentando recordar dónde había escuchado esa frase. La recordé de mis últimos sueños, donde yo flotaba en el mar, sin nada donde agarrarme, temblando por la frialdad y profundidad del agua. Entonces pasaba junto a mí un pingüino, que remaba con sus brazos, y me decía que yo flotaba y temblaba porque estaba vacía. A continuación, el pingüino se zambullía y aparecía a lo lejos, convertido en una sirena de mar que jugaba y saltaba con los delfines, y todos entonaban una canción que hablaba de libertad.
—¡Dime quién te ha enviado, qué quieres de mí!
—Tranquila Marta, sabemos lo que hacemos. Últimamente estabas algo indecisa y tenías unos olvidos imperdonables. No estás progresando. Es lo que dice La Compañía.
—¡Y una mierda! La Compañía no se pringa por eso. Yo estaba haciéndolo todo bien, mi trabajo, mi familia, mis padres, los amigos comunes, mis amigas del barrio… ¿Voy a perder todo eso por algún olvido absurdo? ¡Me niego!
Y dando un portazo salí corriendo del despacho, sin despedirme de la secretaria, que estaba sentada en la silla con una botella de agua abierta, ligeramente inclinada sobre ella, vertiéndose encima el contenido en un goteo inacabable.
Tardé doce minutos en llegar a casa, la mitad de lo habitual. Pero cuando giraba la esquina de su calle vi a lo lejos dos coches negros aparcados, con varios jóvenes trajeados llamando a la puerta. Giré en redondo y me dirigí deprisa al colegio, pero llegué para ver cómo una mujer, igual que nuestra niñera, les llevaba cogidos de la mano a una furgoneta grande, llena de jóvenes trajeados. Con rabia tiré del teléfono para hablar con mis padres. El mensaje comunicaba que estaba sin cobertura y confirmó mis sospechas. Lo dejé caer por la ventanilla. ¡Me estaban robando la vida! Estacioné el vehículo cerca de un parque, para pensar y ver cuáles serían mis siguientes pasos. Pero más jóvenes trajeados aparecieron de la nada, junto al quiosco de prensa del parque.
Giré la llave para marcharme pero el coche, un Mercedes Clase S autónomo, se negó a arrancar. Abrí los ojos hasta la coleta. No pensaba que La Compañía controlase los coches hasta ese punto. Me bajé y corrí hacia el parque. Sólo tenía una oportunidad. Fui directa al estanque, seguida de cerca por varios jóvenes trajeados. Los notaba por el ruido próximo de sus pisadas, que aplastaban los pocos gramos de esperanza que me quedaban. Llegué al estanque y sin mirar atrás me tiré de cabeza. Los jóvenes trajeados, pistola en mano, vigilaban todo el perímetro, apuntando al agua.
No muy lejos, junto a la caseta de los patos, una cola de sirena se perdía de vista entre los arbustos, como si no fuese con ella la historia, como si fuese un día más.
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