Historia de un Robo

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Historia de un Robo

Por: Juanjo Zafra

Esta es la historia de un robo.

No es un hurto con un plan fantástico y un giro final espectacular que deja a todo el mundo boquiabierto, ni el ladrón es un genio criminal que lo tiene todo preparado al dedillo y ha trabajado en el crimen con mucha premeditación.

Esta es la historia de un robo normal con un ladrón algo peculiar.

Nuestro protagonista pasaba los días observando el objeto de su deseo mientras descansaba junto a una esquina de la avenida paralela a la casa donde aguardaba su tesoro. Un par de días cada semana, la señora que vivía allí sacaba la brillante maravilla plateada y la dejaba un cuarto de hora o incluso algo más en una mesa junto a la ventana, para envidia de todo el que pasaba junto a ella.

El joven ladrón llevaba más de un mes observando su anhelada pretensión y no podía evitar esa sensación que se producía en su interior cada vez que lo veía. Una sensación de necesidad. Un hambre voraz que casi le hacía saltar de su puesto de vigilancia, romper el cristal de la ventana, agarrar la preciada pieza plateada y salir huyendo hasta perderse más allá del horizonte. Pero el miedo a ser capturado anclaba sus pies al suelo y le dejaba allí, en su esquina, deleitándose del brillo del sol reflejado sobre el lomo del susodicho.

La gente que pasaba junto a él, de vez en cuando, desviaba brevemente la mirada, pero no le daban la importancia que realmente merecía. Tal vez algún niño curioso se detenía en contadas ocasiones, pero no más de un par de segundos antes de continuar con su camino. Esto agradaba a nuestro ladrón. Menos competencia.

Algunos días, cuando se veía infundido de valor, pasaba junto al alfeizar de la ventana, donde casi podía llegar a tocarlo, y se detenía un instante. Un breve segundo que para él era insoportable. Tan cerca pero tan lejos. Casi podía sentir su olor a través del cristal de la ventana. Y sin darse tiempo a saborear el instante, el miedo se apoderaba de él y salía huyendo del lugar volviendo la vista atrás de cuando en cuando.

La señora no lo dejaba expuesto más de un cuarto de hora o veinte minutos, y era muy cuidadosa. Lo depositaba sobre un plato de porcelana fina, grabado con flores azules y amarillas donde su brillo plateado destacaba aún más si fuese posible. El último día que había pasado vigilándolo, el joven ladrón se había percatado de que la ventana estaba algo entreabierta, probablemente debido al calor veraniego que ya se comenzaba a aposentar en las calles del pueblo. Pronto llegaría su oportunidad.

Los dos días siguientes fueron lluviosos, pero nuestro protagonista, ávido por ver un solo instante la joya, se mantuvo vigilante, resguardándose bajo el saliente del balcón de una casa antigua, del cual habían comenzado a desprenderse algunas costras de la pintura azul que lo recubría. Como siempre, la mujer que habitaba en el interior de la casa, mirando hacia todos lados con recelo, depositó el plato y su valioso contenido en el lugar de siempre, a la hora de siempre. Una leve sonrisita, casi invisible, se dibujó en el rostro del ladrón, dejando ver brevemente uno de sus caninos.

El día del robo llegó un par de días después. Pasado el suave temporal, el clima de verano entró con toda la fuerza que cabría esperar en un mes como junio, cambiando las sudaderas, jerséis y pantalones largos, por vestidos, camisetas de manga corta y sandalias. A la gente le encantaba esta nueva temperatura que auguraba la llegada de las vacaciones, y todo el mundo lo celebraba con canturreos y sonrisas. Nuestro ladrón también. Como suponía, la ventana estaba más abierta que la vez pasada, permitiéndole introducir por ella el brazo casi hasta el hombro. Con disimulo, esquivó algunas personas a medida que avanzaba por la acera y se acercaba lentamente al alfeizar que protegía su tesoro. El corazón le latía tan rápido que parecía a punto de estallarle. Tan grande era esta sensación que tuvo que detenerse un momento a respirar para recuperar la calma que casi había perdido totalmente. Una niñita distraída que caminaba de la mano de su madre casi le dio un pisotón, pero fue capaz de esquivarlo a tiempo. No podía cometer ningún error.

La señora acababa de depositar el plato en su lugar y le había dado la espalda. Esa era su oportunidad. De un increíble salto, atravesó la ventana, introduciéndose en el interior de la casa y quedando frente a frente del objeto de su deseo. Ahora sí conseguía captar todo su aroma. Su brillo plateado le cegó un momento, y todo el tiempo del mundo se detuvo durante algunos segundos. Solo estaban el ladrón y su tesoro. Completamente solos en el mundo, en el universo.

—¡Maldito gato! — gritó la señora que se acababa de girar — ¿Qué diablos haces aquí?

Y ese fue el momento decisivo. A medida que el tiempo volvía a la normalidad, todo se volvió vertiginosamente rápido. La mujer agarró una cazuela que acababa de lavar y reposaba en el fregadero, un hombre bastante más grande que la mujer entró en la habitación corriendo preguntándose qué pasaba, y nuestro protagonista no dudó un segundo en agarrar con su boca el premio y saltar al vacío a través del marco de la ventana. Cuando rozó el suelo, comenzó a correr entre la gente todo lo que podía para dejar atrás el lugar del crimen sujetando con todas sus fuerzas la pieza entre sus fauces. La adrenalina invadió por completo su pequeño cuerpo. Nunca había corrido tan rápido.

En la cocina, la señora maldecía y golpeaba la encimera de la cocina con rabia ante la impotencia del robo que se acababa de cometer allí mismo. Su marido, con un carácter algo más relajado, se acercó a ella y le apoyó la mano en el hombro a modo de consuelo.

— Siempre te digo que haces demasiado pescado querida —comentó con una media sonrisa, a lo que la mujer le respondió con una mirada de odio y salió de la habitación dando un portazo. El hombre suspiró y miró por la ventana preguntándose un segundo donde estaría el gato ladrón, y acto seguido siguió a su mujer.

Nuestro protagonista no había ido muy lejos, y disfrutaba de su premio con tanta ansia que casi no lo saboreaba. Algunos de sus compañeros felinos lo observaban desde la distancia con envidia. Pero él los ignoraba sin perderlos de vista ni un segundo. El pescado estaba delicioso. Todo había salido perfecto para nuestro ladrón.

Como dije al principio, es la historia de un robo. Algo ordinario, y al mismo tiempo extraordinario. Consideré que debía ser contado.

En honor al trabajo de nuestro ladrón.

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