Por: Miquelón
Han pasado setenta años de aquello y todavía sueño por las noches. Venid que os cuente, compartamos aquellos hechos.
Tenía vuestra edad, cerca de ocho años. Vivíamos en un pueblo de no más de treinta o cuarenta casas. Cerca, en un terreno cubierto de maleza verde y árboles necesitados de una poda, había una casa abandonada. Abandonada pero no vacía. Los niños solíamos pasar las tardes allí, donde dábamos rienda suelta a nuestras fantasías. Capitanes de barco, ejércitos, naves espaciales, médicos, maestros y todo un universo mágico fruto de nuestra imaginación, habían vivido allí sus batallas, sus victorias y derrotas.
La casa, tenía dos pisos y estaba vacía, sin muebles. Excepto una vieja silla con asiento de esparto. Marrón, con la pintura pidiendo perdón por afear nuestra vista, reposaba en la cocina. Reposaba porque cada noche se levantaba majestuosa y participaba en nuestras aventuras. Había sido el camarote del capitán, el puente de mando de naves espaciales, de quirófanos y estrado de catedráticos. Participaba en nuestras fantasías como uno más.
La primera vez que la vi, asustado, me acerqué despacio, pisando de puntillas para no hacer ruido. No sabía si me haría algo. Pero allí estaba, silenciosa, tranquila, como esperándome. Con el paso del tiempo y de los juegos, nuestra relación se estrechó. Cuando entraba en la casa se oía el repiqueteo de sus patas, como los tambores de la banda municipal. Era su saludo. Con los demás permanecía quieta como un mueble. En nuestras aventuras, si yo era el capitán, el piloto o el cirujano, me chivaba dónde estaban los demás.
Pasaban las semanas y cada día estábamos más unidos. Yo le contaba mis experiencias, mis confidencias, cosas de mis amigos, del colegio, de mis padres. Ella me hacía confidencias de los anteriores dueños de la casa, de sus vidas. Y también de su juventud. Siempre hablaba del respeto a los mayores.
Pero llegó la adolescencia. Pasé a estudiar a la capital de la provincia. Todas las mañanas me recogía un autobús. A la vuelta, nada más bajarme, corría a contarle cómo me había ido el día. La silla, que cada vez crujía más, me tranquilizaba cuando le confesaba mis miedos. Un día conocí a Natalia, que vivía en un pueblo cercano. Todos los días nos mirábamos pero no cruzábamos palabra. Hasta que hice caso a la silla. Me presenté y charlamos. Desde entonces nos sentábamos juntos todos los días. Con el paso del tiempo fuimos inseparables. Los tres. Cuando la inundación, Natalia y sus padres perdieron su casa y se trasladaron a nuestro pueblo. Vivieron un tiempo en la vieja casa abandonada, con la ayuda de los vecinos. Conseguimos que sus padres no se sentasen en la silla, que iba estando mayor. El tiempo pasaba y además de crujir ya había sufrido un par de fracturas, consecuencia de unos juegos cada vez más físicos. Aún así, no nos reprochaba nada. Nos miraba tranquila, como el encinar del pueblo en verano, donde cualquier movimiento es muy reposado.
Natalia y yo formalizamos nuestra relación. Nos casamos bajo el árbol de la plaza del pueblo. La silla ocupó un lugar en la ceremonia, cerca de nuestros padres.
Fuimos de luna de miel muy lejos, siempre habíamos soñado con el mar. Allí, en Cullera, una tarde las lágrimas se desbordaron de nuestros ojos, mojando los pantalones: la casa vacía se había quemado y derrumbado. Menos mal que mis suegros ya habían vuelto a su casa original. No pudimos dormir el resto del viaje. Dentro de mi cabeza escuchaba el repiqueteo de la silla. Natalia también. Cuando volvimos al pueblo alcanzamos a ver los gitanos que se llevaban lo poco que se había podido salvar de la casa. Encima de un carromato, haciendo un esfuerzo, se asomó nuestra silla.
—Y esa jovencitos, será otra historia que os cuente el próximo día, que vuestra abuela se va a enfadar si llegáis tarde a cenar.
Se despidió de ellos y se acercó a la chimenea. Se sentó en una vieja silla, que crujió de una manera muy peculiar.
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