Altura

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Altura

Por: Alfredo Doiztúa

Agarrándose a la cuerda, se sentó al borde del edificio. Estaba muy alto y era un día muy ventoso. El riesgo a caer hacía que fuese el doble de divertido subir ahí. No era la primera vez que subía. La adrenalina resultaba adictiva. Se mecía de un lado a otro, sujetando ligeramente la cuerda. No llegaba jamás a soltarla del todo. No durante más de unos segundos, en los que sentía cómo su corazón se aceleraba y la sangre corría por sus venas a gran velocidad. Una sonrisa siempre se dibujaba en su rostro.

Continuaba meciéndose, de un lado a otro, con los pies colgando por el precipicio. Mirar hacia arriba era relajante. Provocaba paz y tranquilidad ver un cielo completamente cubierto de estrellas. Sin embargo, rara vez miraba hacia arriba. Casi todo el tiempo su mirada estaba centrada en la caída. Imaginaba una y otra vez cómo sería caer. Cómo sería la sensación inicial, poco a poco tomando velocidad, sintiendo el viento en la cara como un enorme secador de pelo. Y el golpe. Aquello era mas difícil de imaginar. Como todo el mundo, alguna que otra vez se había golpeado, incluso haciéndose mucho daño, pero con total seguridad no cabía punto de comparación. Pensaba que quizá ni siquiera se enteraría. Que el golpe sería tan fuerte que perdería el conocimiento al instante. Entonces, no sentiría nada. Esa idea lo volvía todo mucho mas romántico y tentador. Saltar, sentirse libre, soñar, volar. Y después desaparecer, con un simple «puf». Dejar de existir para siempre.

Era egoísta pensar de aquella manera. No estaba solo y de haberlo estado también tendría un punto de egoísmo, aunque entrando a profundizar en temas casi ideológicos, que no vienen al caso, ni apetecen a nadie. No debía hacerlo y lo sabía. No pensaba hacerlo y no lo haría. Pero la fantasía era gratis y no perjudicaba a nadie, al menos en su opinión.

En ocasiones también cerraba los ojos e intentaba mantenerlos cerrados el mayor tiempo posible. Casi siempre agarraba con mayor fuerza la cuerda cuando lo hacía, y tenía que abrirlos antes de lo que le gustaría porque sentía cómo empezaba a desorientarse. Todo seguía allí cuando abría los ojos de nuevo. Había un ínfimo instante de decepción. Tan solo una milésima de segundo, pero suficiente para hacerlo perceptible. Se había parado a pensar en aquello muchas veces, por lo llamativo que resultaba. La adrenalina subía alcanzando niveles muy altos para caer en un momento.

En su análisis, había llegado a la conclusión de que lo decepcionante de la situación, cuando abría los ojos de aquella manera tan repentina, era que todo seguía allí. Precisamente ese detalle. Era como si en una extraña divagación esperase que el mundo
fuese a cambiar, a transformarse en algo diferente. No sabía definir bien en qué, porque no era más que una idea abstracta y ambigua, sin embargo no dejaba de resultar decepcionante abrir los ojos y ver que nada había cambiado. Ojalá algo cambiase, pensaba a veces.

Cuando terminaba, o se aburría, o tenía algún compromiso de la vida real que cumplir y se tenía que marchar de aquel lugar, siempre realizaba el mismo ritual. Primero, se ponía en pie, luego respiraba hondo y soltaba el aire muy despacio y por último decía «hasta mañana». Casi nunca era cierto esto último, pues podían pasar días o incluso semanas sin que volviese, pero decirlo le hacía sentir bien. Como aquel que no se despide de sus sueños, si no que los aparta ligera y cuidadosamente, con la creencia, muy honda en su ser, de que un día los retomará. Un «ahora mismo vuelvo», Un «volveré pronto». En eso se convertía su
«hasta mañana». Así se despedía, sin despedirse realmente.

Bajar la rampa para volver no era nada fácil. Los tornillos de la mesa, enormes ante sus ojos, debían sortearse. Había gigantes materializados en forma de motas de polvo, que obstaculizaban el camino. La bombilla de la lámpara era una hirviente trampa mortal, que a algún compañero había frito en el pasado. Las hendiduras en la madera, creaban enormes cráteres que ni con sus ocho patas resultaban fáciles de bajar y subir, y volver a bajar y volver a subir. Y todos esos innumerables obstáculos sin contar con el gigante «provocasombras«, que de vez en cuando se paraba delante, modificaba los caminos, o alteraba el clima, por lo general incrementando la lluvia o el viento. Pero todo merecía la pena para sentir la adrenalina de la altura. Para vivir la fantasía. Y para olvidar que no era más que un minúsculo insecto. Algo muy pequeño, en un mundo enorme.

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