Pedazo de Cielo

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Pedazo de Cielo

Por: Luciano D.

Cómo me gustaría la presencia de mi papá en este lugar. Es algo que deseo con ansias en este momento crucial que estoy a punto de transitar. Pero papá había muerto. Papá no podía verme. No podía hacerle tragar sus palabras hirientes, repetitivas, que aún resuenan dentro de mi cabeza como un eco, palabras que hacen entender que soy un inútil, que no sirvo para nada. No puedo porque había muerto en un accidente de auto pero deseo desenterrarlo una vez, una sola vez, y gritarle en su cara putrefacta: ¡Mira hasta donde llegué sin ayuda de nadie! ¡Te equivocaste conmigo, viejo de mierda!

El salón donde me encuentro es ostentoso; tan recargado de bustos y cuadros como el estilo barroco más visible. Unos cuatro o cinco empleados trabajan en sus respectivos asuntos mientras desde la ventana del segundo piso veo a la gente pasar. En la calle hay mujeres por doquier; chicas en mini-shorts y minifaldas, mujeres con pechos turgentes en escotes desafiantes y pezones que miran y provocan; chicas poseídas por esa misteriosa fuerza y encanto que hace movilizar a los hombres hasta hacerles perder la cordura. Una cordura que había perdido en una ocasión, veinte años más joven. Me acuerdo concurriendo a un lugar de mala muerte, vestido pulcramente de blanco a la manera de Tom Wolfe, y enfrentándome con otro hombre por una puta. Los dos contendientes parecíamos salidos de un cuento borgeano de principios del siglo XX: compadritos, cuchillos y duelo. Por suerte la cosa no pasó a mayores. La vida es un prostíbulo, un lupanar jocoso, alcohólico y con música sórdida de fondo donde meretrices de diferente laya atienden a una marejada de hombres infieles, y a otros que – además de sexo – andan necesitados de terapia.

Pero no puedo volver a perder la compostura, me prometí a mí mismo no volver a visitar esos antros. Me había costado demasiado tiempo y esfuerzo lograr la posición que había alcanzado. Bastaría con controlar mis actos y de no ensuciar mi trayectoria. Si hay algo que esta actividad me había enseñado era a dominarme y a ejercitarme en el arte de la falsedad. Y, si jugaba bien mis cartas, hoy sería el día más glorioso que un hombre lograra alcanzar.

De pronto un movimiento fugaz a mi izquierda distrae mis pensamientos: una mujer -una de mis tantas secretarias- se agachó para arrojar un bollo de papel en el tacho de basura. Cosa extraña: hasta entonces no había reparado en ella; con esfuerzo recuerdo que se llama Carla pero bastó una acción disparatadamente nimia para atraer mi mirada en el momento en que sus muslos se juntaron. Es una mujer bien dotada en la arquitectura de sus huesos y músculos pélvicos de modo tal que se produce un efecto visual de minúscula separación en la conjunción de extremidades y caderas. Le veo un pequeño huequito en sus ingles, casi imperceptible, que potencia la belleza de sus protuberancias cárneas y en donde Dios posicionó lo mejor que existe en la costilla extraída de Adán. Ahí, justo ahí, se localiza ese pedazo de cielo que da entrada al paraíso más arriba. Y es ese secreto regalo de Dios lo que enciende mi imaginación, generando la idea de sexo desenfrenado con ella por todas las oficinas del edificio.

-Daniel, Daniel -me tutea la secretaria con gesto de preocupación, despertándome de mi ensoñación, para luego agregar de manera más formal pero con una sonrisa pícara: -Señor Agre… la gente lo está esperando…

Y mientras me acerco de manera pausada hacia la puerta, mientras cuatro pares de ojos me observaban con profunda curiosidad, vuelvo a mis responsabilidades: repito mentalmente, casi murmuro, esa suerte de mantra tantas veces estudiado y memorizado:

“Yo, Daniel Agre, juro por Dios, nuestro Señor y estos Santos Evangelios, desempeñar con lealtad y patriotismo el cargo de Presidente de la Nación Argentina…

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