La Primera Vez

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La Primera Vez

Por: Jose Ramon

Fue la primera vez… lo recuerdo bien.

El sol se ponía por la línea del horizonte y el agua tenía ese color a hierbabuena dulce
del atardecer. Solo se escuchaba el sonido de las olas lamiendo la orilla, y el frágil
crujir de la arena en movimiento… a lo lejos, la brisa. silbaba.
Ya no quedaba nadie, sólo nosotros dos… había estado toda la tarde sobre su toalla,
tomando el sol, cerca de mí.

Apenas tendría dieciocho años. Su pelo rubio, sus ojos claros, y una mirada furtiva,
inquieta. Su piel blanca, ligeramente dorada por los rayos del crepúsculo. Su cuerpo
delgado, frágil, casi perfecto.

Intenté buscar su mirada, como ya lo había intentado otras veces a lo largo de toda la
tarde. De repente, sus ojos se cruzaron con los míos y se quedaron quietos durante
unos segundos. Un escalofrío recorrió mi estómago hasta la cabeza.
Miré alrededor. La playa estaba vacía. No había nadie. Solo nosotros dos.
Volví a buscar sus ojos y, cuando se volvieron a cruzar con los míos, un guiño surgió
de su mirada. El escalofrío volvió a inundar mi cuerpo, y un ligero temblorcillo empezó
a recorrer mi piel.

Una tenue sonrisa se dibujaba en su rostro, y su mirada inquieta recorrió todo mi
cuerpo. Los últimos destellos de sol se reflejaban en sus cabellos rubios, ondulados, y
hacían que la silueta de su cuerpo pareciera inmaterial.

Muy despacio, me levanté y me acerqué. Me senté a su lado sin decirle nada.
Nuestros ojos se volvieron a mirar y ellos hablaron en silencio por nosotros.
Lentamente, casi con temor, sus dedos buscaron mi mano, y empezaron a acariciarla.
Sentados, con la mirada perdida en el horizonte, nuestras manos empezaron a jugar
delicadamente. Poco a poco, fueron recorriendo nuestros cuerpos desnudos, con
sigilo, con ternura, con suavidad.

Su piel, cubierta de arena y sal, se erizaba al contacto de mis manos.
Nos reclinamos sobre las toallas y sus labios empezaron a recorrer mi cuerpo.
Lentamente. Mi corazón latía, mientras su boca húmeda exploraba cada rincón de mí.
Su piel, cubierta de arena y sal, se erizaba al contacto de mis manos.
Nos reclinamos sobre las toallas y sus labios empezaron a recorrer mi cuerpo.
Lentamente. Mi corazón latía, mientras su boca húmeda exploraba cada rincón de mi
piel.

Nos fundimos en un abrazo, y el roce de nuestros cuerpos, piel contra piel, hizo que
nos estremeciéramos de placer.

Todo estaba en silencio, no decíamos nada. Nos expresábamos con nuestras manos
que, en la oscuridad, solo sabían hablar de amor.

Mi lengua empezó a jugar con sus labios, con la piel de su cuello, con sus orejas, con
sus párpados. Poco a poco fue bajando hasta sus pechos, hasta sus pezones que,
erizados, temblaban al contacto húmedo.

Y mi lengua siguió bajando lentamente, hasta que se perdió entre sus piernas y, en
silencio, supo decir cuánto deseaba a aquel cuerpo.

Sentía cómo temblaba, y cómo suspiraba débilmente de placer, cuando su cuerpo y
mi cuerpo eran una nube misteriosa en el atardecer de aquella playa desierta.
Y nuestras manos, nuestros labios, nuestros cuerpos siguieron queriéndose hasta que,
saturados de sensaciones, se desbordaron al mismo tiempo, con la misma fuerza, con
el mismo deseo.

Y quedamos tendidos sobre la arena, en silencio, mirando las estrellas, abrazados,
temblando.

Sus ojos se volvieron a cruzar con los míos, y su rostro dibujó una leve sonrisa de
agradecimiento, de amor.

Y así estuvimos un largo rato. Arrullados por el sonido de la brisa y de las olas. Y en el
cielo, la luna, mirándonos.

Fue la primera vez… lo recuerdo bien… se llamaba Manuel.

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