Ellas, Las que Esperan

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Ellas, Las que Esperan

Por: Margot Tenenbaum

Lo amábamos porque tenía los ojos azules, el lunar en la barbilla y esa expresión perenne de estar siempre lejos, o en otra parte. Llegaba justo a la medianoche, para colarse en mi cuarto, cuando ya se habían apagado lámparas y velas. Yo podía ver en la oscuridad sólo su mirar claro de cocuyo. Luego la Luna se introducía por las hendijas de las paredes de madera. La Luna, en su aparición cómplice y oportuna, me ayudaba a adivinar ese cuerpo suyo tan firme que me hacía temblar al presentirlo.

Su voz, más antigua que cualquier idioma, pronunciaba mi nombre bajito, o un nombre cualquiera y después no volvía a decir otra palabra. Nos llamaba al taburete donde ya se encontrara desnudo, para sentarnos arriba de sus muslos… Mi ropón ligero se empapaba en sudores; los suyos y los míos. Mientras él me acariciaba entera de arriba a abajo y aspiraba mi olor.

Los grillos hacían su cric, cric en los rincones. Entonces, de pronto, ya podía verlo, su cara y esa boca que yo buscaba antes a ciegas, hasta en los sueños. Pues su saliva me conducía a la locura, aunque muchas veces preservara cierto gusto a tabaco, y a café, o a ron y quizás a las bocas de otras. Sin aviso previo, con una sola mano, levantaba mis nalgas en el aire, en tanto no dejaba de besarme. Cric, cric. Nos entreabría las piernas para obligarnos a caer sobre su sexo. Y resultaba como sentarse en lo alto de una Palma Real. Abrirse primero al dolor y después, muy despacio al placer, como si la vida no conociera otros sentidos, o no hubiésemos nacido más que para esto. Ni siquiera precisábamos movernos. Jugábamos, él y yo, a estar muy quietos… Y siempre, sin que yo lo esperara, comenzaba a tocarme como uno de esos viejos acordeones de retretas y ferias. Una mano en mi seno, y otra enredándose en mis dientes y lengua. Un dedo entre mis piernas y otro por detrás, justo ahí, y otro y otro… Como si tuviese muchas manos, muchos dedos.

Entonces yo lo besaba en su lunar. Pero todavía no nos movíamos. Me libaba en la mayor quietud y sin prisas, ya que una noche podía durar varias madrugadas. Hasta que de súbito, cuando yo no podía más con tanto goce, alcanzaba a sentir como él me devolvía los jugos que me hubiese robado. Justo entonces dejaba por fin caer mi cabeza en su cuello. Y llegaba el descanso. Y también un vacío. Una especie de tristeza. Después él se iba, otra vez invisible, se extraviaba en el amanecer, con ese su mirar color de cielo.

Luego retornaban los días en que esperábamos por ese hombre, que no era ya él, sino otro, con cintura suave.

Uno que me abraza al tiempo que toca su guitarra.

Otro y el mismo. Un hombre desnudo que no se quita el viejo sombrero de campo ni al hacer el amor. Mientras su cuerpo se atraviesa en la cama que en la faena ha perdido sus sábanas. Y la sábana es un velo celeste para cubrir mi cuerpo.

Él tiene el pelo largo, las cejas entrejuntas y el pecho repleto de duendes. Ha olvidado mi nombre… Si alguna vez lo supo. Y no me importa. Nos muerde el ombligo hasta dejar su marca. Yo no puedo cesar de reír por las cosquillas. Al instante me besa más abajo para enseguida devolverle a mi boca ese sabor. Me hinca un poco su barba incipiente. Pero no me quejo, pues apenas si nos alcanza el tiempo. En el exterior es de día y aquí, dentro del cuarto, de noche.

Otro podría llegar en cualquier momento. Y así mi amante y yo no nos damos descanso. La lluvia de afuera se mezcla con nuestro sudor y en torno se esparce el olor a uva fermentada en los viñedos. Él intenta explicarme conceptos que no entiendo, como Lingam y Yoni… Se frustra si tengo los sentidos embotados por el ocio. Aunque pronto se le ocurre una nueva forma de educarme. Y entonces yo me pierdo definitivamente y ya no sé quién soy, si una o todas, ni donde me quedan los pies o la cabeza, porque mi cuerpo es un arco, y me he vuelto una acróbata que soporta la lid del amor hasta en la cuerda floja.

Entonces por fin la comprensión asoma. Caigo rendida, devota ante su Lingam, que se me antoja un cirio y por un momento imagino que soportaría bien ese sombrero que él sigue sin quitarse al entrar en mi Yoni. Y la sábana cambia su color. Se vuelve roja como el fuego.

Nuestro amante se aleja casi al caer la tarde.

Aunque acaso volverá a otras horas.

O mañana…

Y yo resultaré para él la casta prometida de lánguida mirada y hablar quedo. Él será otro, también. Me hablará con sus ojos de miel, pues acaso ni se atreva a decir una palabra. Y sentiremos calor sin dejar de sudar. Nos arrullará en el portal el canto de los pájaros. Bajo el vestido esconderé las sensaciones de mi cuerpo, el hormigueo en los pezones y algo como una especie de calor en el sexo.

Para él, seré la novia pura, una más entre tantas como esas, ellas, las que esperan…

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