Con Amor y Sordidez

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Con Amor y Sordidez

Por: Margot Tenenbaum

El pelo. Primero el pelo, oscuro, corto y casi como de muchacho; primero el pelo y él enreda un mechón en el dedo, mientras ella permanece con los ojos cerrados. Él tira con suavidad de esos cabellos y a la par comienza ya a pensar… A imaginar aquel otro más abajo, quién sabe si más rizo, o claro… Y el olor… Empieza a adivinarle también el olor… Después es sentir cómo el deseo empieza a crecerle, crecer, crecer y sin embargo busca retrasarlo, para que dure más, para que dure luego todo lo posible. Y está también lo de pensar en otra cosa, no hay mejor remedio, una piedra en el zapato, la humedad terrible de la lluvia, la gente que se aprieta en un elevador, aunque eso no, eso, mejor no…

Él le retira con suavidad el cabello del rostro, como si temiera que fuese a despertarse. La piel de ella es lisa, suave, cálida al tacto, e incluso posee un resto de perfume. Enseguida adelanta la lengua hasta el lóbulo de su oreja. Y lame despacio, hasta introducirle la lengua en el oído con movimientos penetrantes y rápidos. Pero ella entonces abre un poco la boca, sus labios se separan como si fuesen a dejar salir un gemido; dejan salir un gemido. Él se detiene, y la mira ahora, titubeante.

Mas, pronto se decide, le arranca sin conmiseración la ropa del cuerpo. Le destroza la ropa jadeante, con esfuerzo, en un acto difícil, que ella no facilita. Pero es mejor así. Siempre es mejor… La blusa, la saya, las medias de nylon negras, y las bragas que huele con desesperación, antes de hacerlas a un lado. Le descubre los pies, objeto magnífico de deseo, y al instante chupa cada uno de sus dedos, y también muerde algunos un poco, solo un poco, pues no quiere provocarle dolor. Casi cómplice, ella, apenas sí se mueve…

Pronto él, minucioso, con ojo un tanto clínico, se aventura a observarla y le descubre el lunar en el pecho derecho, en las proximidades del pezón lujurioso, y además la carne firme, aunque con un poco de grasa en el abdomen, absurda en ese torso tan esbelto y después el vello suave cual un plumón que le empieza como una sombra en el ombligo y se espesa más abajo, abajo, en el monte de Venus. Pues sí, Venus. Porque así ha de ser lo de dormir con una diosa…

E introduce la mano en sus oquedades con caricia torpe, para retirarla al momento, como si hubiese recibido una mordida y mejor seguir hacia los muslos, blandos, blancos, detenerse en acariciar los músculos de las piernas, y las venas que transparenta la piel. Porque otra vez el deseo se despierta y le crece, como aguijoneado por insectos, que parecen escurrirse allí, justo bajo su pantalón, y esta vez no busca apaciguarlo, pues sabe ya no será posible.

Por eso le separa un poco las rodillas, para poder mirar adentro, muy adentro la caverna discreta, esa especie de túnel, profundo y hosco. Y otra vez su lengua avanza con agilidad, larga, impía, y su boca voraz besa la vulva, y succiona para extraer sus jugos. Mientras con una sola mano apenas consigue deshacerse de su ropa.

Luego la monta y ella sigue en apariencia dormida, aunque vuelve a gemir. Sentado a horcajadas sobre su vientre aprieta el sexo, a lo largo de ella, entre los senos de ella, y deja de contemplarla, para mirarse a sí mismo por primera vez, con orgullo, para mirar su sexo joven, ancho y firme, rotundo, para satisfacer a cualquier hembra, capaz de despertar a cualquier hembra. Y aplasta con aquel los pechos de ella en movimientos circulares, hasta un punto en que cree ya no podrá contenerse.

Piensa otra vez: piedras, lluvias, elevador, cuerpo a cuerpo. Y no se detiene.

Roza con su sexo la boca todavía entreabierta de la mujer. Empuja un poco todavía, sin llegar a introducirse allí, pero como quien cambia de idea, en pocos y rápidos movimientos, voltea ese cuerpo con cuidado, boca abajo. Comienza al punto por regalarse con la visión de las nalgas apretadas, separa la carne con sus dedos y busca penetrarla desde atrás. Poco a poco consigue hundirse ahí, y lucha con ahínco, en una carne demasiado estrecha sin conseguir placer.

Y otra vez teme por un instante que vaya a despertarse. Siempre teme que todas vayan a despertarse.

Por eso presto, la coloca boca arriba e introduce con furia su sexo en la abertura de ella, y siguen rápidas embestidas hasta alcanzar un orgasmo, ronco, unilateral que sin embargo lo deja satisfecho. Prefiere amarlas así, como estatuas casi…

La muchacha continúa con los ojos cerrados y él se desprende entonces de su abrazo. Le limpia un poco la comisura del labio, peina con los dedos su cabello en desorden. Con desgano busca al fin la sábana para taparla y alejarla de la noche y el frío, y así despacio la cubre, casi con cariño, de pies a cabeza.

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