Sirenas

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Sirenas

Por: Aprendiz de Escritor

“Ya estáis, pues, al final del primer viaje. Ahora, escucha lo que voy a decirte, que
algún día te lo hará recordar un dios. Tendréis que pasar primero cerca de las Sirenas,
que encantan a cuantos hombres se les acercan. ¡Loco será quien se detenga a escuchar
sus cánticos, pues nunca festejarán su mujer y sus hijos su regreso al hogar!“
(La Odisea, Homero)

Todo el mundo pensó que quiso quitarse la vida. Nadie creyó su historia por
mucho que repitiera una y mil veces que él no quería hacerlo. Pero claro, era difícil
creerle después de todo lo que le había pasado ese día.

Eran las 8:30 de la mañana del sábado. No era día laborable para él por lo que
estaba aprovechando para descansar. De repente el sonido del teléfono lo despertó de un
sobresalto. Levantó un poco la cabeza para mirar el reloj-despertador de la mesilla y la
dejó caer sobre la almohada pensando quién le podría llamar a esas horas. Pensó que no
tenía ganas de hablar con nadie y dejó que sonara. Se cortó y a los pocos segundos se
repitió el sonido estridente del aparato. Su segundo pensamiento fue que detrás de esa
urgencia tenía que haber una mala noticia. No se equivocó demasiado. Alargó el brazo y
con la mano aún sin fuerza cogió el teléfono con forma de coche clásico Chevy 57 que
compró en un viaje a New York.

– ¿Diga? – dijo con voz dormida.

– Hola Nicolás, soy yo, Andrea.

– Hola cariño, ¿qué haces despierta tan temprano?

– Tengo… tengo que hablar contigo- dijo ella con voz temblorosa.

– ¿Ha pasado algo? ¿Estás bien?

– No sé si estoy bien o mal, Nico… peroooo, ¡no puedo casarme contigo! Ya… ¡ya no
te quiero! – dijo llorando y seguidamente colgó.

– Andrea, Andrea, ¿estás ahí?

Colgó el teléfono y con extrema lentitud se fue incorporando en la cama
intentando volver a repetir con incredulidad las palabras exactas que se habían
producido en esa breve conversación con la que tenía que ser su esposa en quince días.
De repente, salió de su estado catártico y se dijo a sí mismo que tenía que hablar con
ella. No podían acabar cinco años de relación en una llamada telefónica. Necesitaba
explicaciones y dar respuesta a todas las preguntas que no paraban de asomarse a su
cerebro.

Se metió en la ducha dejando que el agua helada cayera por todos los rincones
de su cuerpo entumecido y lloró…lloró desconsoladamente dando golpes con los puños
en la pared de azulejos. Cerró el grifo y cogió el albornoz morado que colgaba de la
pared. Se lo puso y miró el espejo lleno de vaho. Acercó su mano aún mojada a esa
pizarra improvisada y escribió con su dedo: TE QUIERO.

Frotó su piel con fuerza hasta que el dolor físico sustituyó el dolor de su alma.
Del cajón de la mesilla escogió la ropa interior y del armario de la habitación unos
tejanos y una camiseta algo vieja. Se echó el pelo hacia atrás con las manos y
rápidamente se puso unas zapatillas deportivas que tenía tiradas por el suelo del salón.
Cogió algo de dinero y las llaves de casa. Cerró de un portazo y corrió escaleras abajo
dirigiéndose a casa de Andrea.

Ella vivía a unas pocas manzanas de Nicolás y el camino a su casa lo había
repetido millones de veces en esos años de relación. En la calle se paró en un semáforo
y le vino a la memoria su primer beso a la que hasta hacía unos minutos era su novia.
Fue un beso agradable pero a la vez nervioso. Sus labios se juntaron tímidamente
mientras las manos de Nico rodeaban el cuerpo menudo de ella. Este recuerdo hizo
aparecer una leve sonrisa en su cara en una mañana tan triste como la que estaba
teniendo.

Sumido en sus pensamientos, el joven cruzó la calle sin darse ni cuenta que el
semáforo no había cambiado de color. De repente, se encontró en medio del paso de
peatones, estático, mirando un coche que se acercaba a toda velocidad hacia él. Un
sonido monótono le ensordeció y aparecieron en su cabeza unos mensajes que no sabían
de donde provenían. Una voz de mujer, que al principio se apreciaba lejana, se
escuchaba cada vez más cerca a medida que el coche de luces parpadeantes se acercaba
hacia el lugar donde él estaba. Al final, oyó con claridad unas palabras que iban
dirigidas a su persona y parecían salir de aquellos focos de colores que no dejaban de
avanzar.

NICOLÁS, NICOLÁS… ¡ELLA NO TE QUIERE, NO VAYAS A BUSCARLA!

De repente, una mano fuerte agarró su brazo y lo arrastró hacia delante de un
golpe brusco. El hombre que le salvó la vida y él, cayeron al suelo de la acera de
enfrente. Cuando Nicolás reaccionó, había un grupo de curiosos encima de él haciendo
miles de preguntas sobre su estado de salud. Oyó que una señora le explicaba a otra
vecina lo que había pasado:

¡Ay, Lola, a ese chico de poco lo atropella una ambulancia! Estaba parado en medio
de la calle y no se movía. Menos mal que ese señor lo ha empujado hacia delante. ¡Ay,
Dios mío, han estado a punto de atropellarlo!

A los pocos minutos, y mientras Nicolás se recuperaba del susto, apareció un
coche patrulla. Se bajó una policía que despejó la zona de curiosos. Primero le preguntó
si se encontraba bien o tenía alguna herida. Tras confirmar que estaba bien, se interesó
sobre todo lo ocurrido. Habló primero el hombre que cruzaba la calle detrás de él y que
lo empujó al percibir el peligro de atropello. Después habló Nicolás explicando que se
dirigía a casa de su “novia” para pedirle explicaciones sobre la ruptura del compromiso
matrimonial justo unos días antes del enlace. Continuó diciendo que al cruzar la calle
una voz de mujer sustituyó a la sirena de la ambulancia dándole un mensaje. No se
podía mover y después había aparecido tirado en el suelo al lado de ese señor al que no
había visto nunca.

– ¿Ha intentado usted suicidarse? – dijo la mujer policía.

– ¡Noooo… le digo que una voz de mujer me hablaba y no me permitía moverme ni un
paso! – gritó Nicolás.

– Está bien, señor, no se mueva de aquí, por favor.

La policía se dirigió al coche patrulla, cogió la radio y habló por ella unos
minutos. Unas horas más tarde, Nicolás se encontraba en un hospital intentando explicar
al psiquiatra de guardia que las sirenas de las ambulancias te pueden volver loco como
las que se le aparecieron a Ulises en su viaje.

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