Por: José Sánchez Sereno
Estoy aquí, en las entrañas de otra noche, otra más de tantas. Hecho un ovillo bajo el calor de las sábanas. Atento al devenir de esos sonidos que se recrudecen hasta convertirse en molestos. Voces apaciguadas por el grosor de los tabiques que me separan del piso contiguo. Un incesante rugir que desde mi dormitorio suena a crueldad y que se traduce en golpeos, en quejas tímidas. Me atrapan como un secreto a punto de ser desvelado. Se cuela en el interior de mi cama, con la crueldad del glaciar que se apodera de un océano. Lo memorizo todo y lo asumo lentamente, en la soledad de mi cuarto. Y sigo al acecho, inmóvil, paralizado por la duda. Por la mañana despierto con sus sonoros tropezones, pero no oigo el runrún quejoso de la noche ni la voz chillona de la mujer. Me pregunto, a estas horas tempranas, qué hacer, si debo hacer algo, si no hacer nada es de cobardes, si pierdo el tiempo en preguntas imbéciles. Sin contestación, me dejo llevar por la necedad de la costumbre. Dirijo mi pensamiento a no pensar y así preparo el desayuno y me ducho y organizo mi pequeño apartamento. En ello me involucro hasta que un chirrido leve en el hueco de las escaleras me indica que ellos han abierto su puerta. Me acerco a la mirilla, ansioso. No hay respuestas. Nada es normal y, sin embargo, lo parece. Mi vecino y la niña salen de casa como cada mañana. El hombre con su manido traje gris, lánguido y serio, como un ser inanimado. Su hija, con uniforme escolar, acarrea una mochila deformada por la carga. Los puedo ver de perfil llamando al ascensor, iluminados por la luz macilenta del rellano. Me pregunto si tendrán una ligera idea de que sus vidas atraviesan la medianera de su hogar y se detienen en la mía. Me digo que bien pudieran intuir que no solo oigo cuando mean o la cisterna del baño o la televisión demasiado alta. También percibo la ausencia de su felicidad, sus tensiones, su fracaso. Prosigo mis quehaceres diarios con la vacilación machacándome, anegándolo todo. Me digo insistentemente que puede ocurrir algo no deseado, que quién sabe las posibles consecuencias de no denunciar a tiempo. Y esa duda me retuerce por dentro como yo a la bayeta húmeda que tengo entre las manos. Comparo mi indecisión con una losa. Escucho el centrifugado de su lavadora y me digo que ella se ha adelantado a mi propósito, y así me dirijo al baño, abro la ventana diminuta que da al patio interior y observo por el resquicio su figura, inclinada sobre el tendal, recogiendo torpemente las pinzas, de una en una; levanta su mirada de las cuerdas y veo las ojeras sobresalientes bajo unos ojos sin vida, ajenos a mi presencia, ajenos a todo. La saludo cauto, bajito, educado, pero sólo consigo que se retire sin terminar de recoger las dichosas pinzas de colores, oscilantes, que restan por entre los cordeles tensos. Ha sido suficiente. Necesito salir, tomar el aire, decidir qué hacer.
Recojo la chaqueta y salgo al rellano. Un silbido creciente me dice que el ascensor sube, y espero. Se detiene. Doy dos pasos atrás. Se oye el chasquear de llaves. Tras un golpe seco se abre la puerta. Lo tengo enfrente. Sin sorprenderse, recoge las bolsas de la compra y zigzaguea hasta su puerta, mudo. No entiendo esa frialdad casi infame. Pulso el botón verde del número cero para huir de él y de todo. Ya en la calle, sobre la acera desdentada, pienso un destino. La comisaría no está lejos. Quizás ni siquiera tenga que firmar con mi nombre y apellidos y resulte anónimo y, por fin, mi conciencia descanse y yo me tranquilice y se evite un mal mayor y todo se acabe. Después de varias noches insomnes, noches tercas, confusas, cargadas de estridencias y lamentos, compruebo la memez de mi denuncia. Repentinamente llaman a mi puerta; parece el golpeteo de nudillos tímidos, pero insisten; desde la mirilla no veo nada; abro y allí está ella: pequeña, bonita, despeinada. Me mira, la miro. Hola, dice. Hola, contesto. Me pregunta precipitada si puedo ayudarla. Indica con los dedos su puerta como si con ese gesto la sobrentendiera. Y yo me pego a sus pasos. Entro. La veo tendida en el suelo. El pavor me atrapa. Reacciono y decido tomarle el pulso. Tecleo el ciento doce. Observo comprimidos desparramados por el suelo, un vaso roto a su lado y un charco de agua deslizarse lentamente bajo la alfombra, y trato de explicar a mi interlocutor la situación hasta que tengo delante unos zapatos desgastados y negros, y levanto la vista para confirmar lo que temía. Se agachó, justo a mi lado, y pasó una mano tras la nuca de su mujer para incorporarla, al tiempo que tranquilizó a la niña, arrinconada tras la puerta. La bolsa con dos barras de pan quedó tirada sobre el suelo. No es lo que piensa, me dijo. No pienso nada, contesté.
Al cabo de dos semanas sin saber de ellos, dos semanas de noches silenciosas, sin gritos ni voces de iglesia, sin arañazos ni sollozos, él salió a mi encuentro inesperadamente. Allí mismo, en el pasillo, frente al ascensor. De sus escasas palabras, lo que quedaba claro es que sabía de mí; me conocía; se me antojó enfermizo y obsesivo su comportamiento. Dijo que su mujer ya no volvería. Todo en él era obsceno. Fueron unos minutos embarazosos. No hice preguntas. Ese maldito hombre, lánguido y encorvado, es un ser despreciable.
Repasé las esquelas. Indagué en la página web de la funeraria, pero ni siquiera sé su nombre. Nada. Durante las noches vuelve a mí un desasosiego infantil. Es producto del silencio que me envuelve y me traga como a un féretro su sepultura y no puedo más y no hay solución. Me visitan aquellos sus ojos sin vida, ajenos a todo, sujetos sus párpados por pinzas de colores y no puedo más, maniatadas sus manos a las cuerdas de un tendal y no puedo más. No puedo más. En la comisaría se niegan a facilitarme información a pesar de mis explicaciones, a pesar de todo. Y así paso las noches, acurrucado bajo las sábanas.
Un día de octubre, otoñal, seco, en el que las hojas se desprenden de los árboles y conforman montoncitos de ocres por todas partes, he creído distinguir en la acera de enfrente, justo a las puertas de un colegio, el gris lánguido y encorvado de su persona, y a su lado una niña zalamera empeñada en no soltar su mano, que se vuelve hacia él de puntillas suplicándole algo. Sonríen. Pienso de inmediato en seguir sus pasos. Considero refugiarme tras unos setos. Vigilante, espero a que deje a la criatura. Debo saber de su vida. Ahí sale. Se dirige calle abajo. Tuerce a la derecha y solicita un taxi. Yo otro y le digo que lo siga, que vaya tras él. Vamos hacia las afueras. Minora la velocidad, aparca previa indicación de los intermitentes y baja del coche. Mi taxi aparca un poco más adelante. Observo que pulsa el timbre de un portalón, empuja y se desliza hacia el interior. Hago tiempo. Repaso al detalle la cancilla, las cámaras de seguridad, los muros de piedra recubiertos de hiedra y el inmueble del interior de la propiedad. Reparo en la chapa dorada con letras negras a la derecha del portón: “Fundación La Salle. Medicina Psico-Orgánica. Centro de Terapia Psicológica”.
Mis piernas se estremecen. Repentinamente, al darme la vuelta, casi tropiezo de bruces con él. Nos miramos. Cierra la puerta e impone su figura lánguida y encorvada sobre mí. Se ha estrechado el cerco. Me cuesta respirar. Está ingresada, me dice. No respondo nada. No sabemos si se recuperará, continúa. Parece que su mente confunde la percepción de las cosas, sigue diciendo ante mi perplejidad. No puede estar sola. Ya no será posible. Ahora necesita atención las veinticuatro horas del día. Tengo que dejarle. Debo ir a trabajar. Le deseo un buen día, pero por favor, déjenos en paz. Adiós, dije cuando me dio la espalda, alejándose, como si esa palabra de cinco letras cayeran al vacío y de inmediato me sentí como un animal viejo que deciden sacrificar y es arrastrado sin remedio hasta acabar con su vida.
Quizás su verdad era la verdad y no la mía.
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