Otro Chanclo que Clavar en la Cerca

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Otro Chanclo que Clavar en la Cerca

Por: Ann Mïrllad

Relato Corto: Otro chanclo que clavar en la cerca

Los días del verano, íbamos con Shúrik a la casa del abuelo…

Así empezaban los cuentos rusos que yo leía. A veces los niños se llamaban Kostia, Petia, Stásik, Seriosha… El caso es que siempre había un “nosotros” y ese otro personaje tercera persona de todas partes que se llamada Shúrik, o Kostia, o Petia, o
Stásik o Seriosha…

De modo que los protagonistas eran más de dos, y nadie sabía a ciencia cierta si el cuento hablaba de un amigo invisible o un compañero de juegos de verdad.

Pues me encantaba leer cuentos rusos que empezaran así y terminaran con un chanclo importante clavado en una cerca en la casa del abuelo.

El abuelo Carlote vivía en una casa (¿en dónde si no viven los abuelos?) y nosotros íbamos a la casa del abuelo. El abuelo vivía en nuestra casa y nosotros íbamos de visita a “la casa del abuelo”. Porque, aclaro, el abuelo Carlote no había muerto en ese
entonces, y nosotros (díganse mi hermana Bet, mi amiga invisible Jeanne Marie II y yo) vivíamos mágicamente en el patio, en una fortaleza que levantamos entre el árbol de mangos y el árbol de aguacates.

Otra aclaración: es cierto, hay abuelos que no viven en casas de cemento y ladrillos, sino en palacios fabricados en la cima más alta de la más alta nube. Allí, en el cielo, vive nuestro bisabuelo Franco, un abuelo que es abuelo dos veces y que me enseñó a
pescar. Y allí vive también nuestra bisabuela Alicia, que es abuela dos veces, y que me enseñó a escribir poemas. Pescar y escribir poemas… ¡dos cosas muy importantes para la vida!

Pues sin más aclaraciones, repito que los días del verano, Bet, mi amiga invisible y yo, íbamos a la casa del abuelo Carlote, donde también vivían los otros miembros de la familia.

La casa estaba separada del patio por un río. Un río que nos inventamos desde el día en que el tanque alto se derramó. Cruzábamos el río en una balsa hecha con cajas vacías de antiguos refrescos de botella y llegábamos a la otra orilla, donde el abuelo vivito y coleando nos esperaba con un montón de confituras forradas en papel plateado para jugar al “cubilete” o a imitar escenas de películas. Más tarde, nos contaba historias de guerra, de cuando él usaba pistola y lanzaba bonos y folletines desde las azoteas de los edificios habaneros.

Al abuelo casi lo matan. Estuvieron a punto de matarlo muchas veces… En esta parte de la narración, mi amiga invisible siempre se tapa los oídos porque no le gusta decir esas palabras de feo significado y en estos tiempos las hemos escuchado muchas veces.

Parece que son malos tiempos… Que si vamos a matar del susto a nuestra madre, que si la abuela se va a matar un día con ese corre-corre, que si nosotros nos vamos a matar de la azotea del castillo sobre el gallinero, que si al pueblo lo pensarán matar de
hambre…

Definitivamente, parecen malos tiempos y lo único que nos salva son las latas de carne rusa. Tengo, además de cuentos rusos, una colección de matriushkas que son la envidia de mis amigas de clase. Pero yo no las cambio por nada, ni por la muñeca de mi mejor amiga que llora sola y bebe leche (igualita que Pepe, el del libro de primer grado)

Es una muñeca lindísima, pero me quedo con mis pequeñas gorditas de madera, que siempre huelen a roble soviético o algo parecido, como la cuchara multicolor de la tía Teresa, y eso es lo que más me recuerda a los cuentos que siempre comienzan así: los días del verano, íbamos con Shúrick a la casa del abuelo…

Aunque se cayera el famoso muro de Berlín cuando yo tenía ocho años y muchas cosas cambiaran desde entonces.

Igualmente cruzamos el mismo río que separa nuestro patio de “la casa del abuelo”.

Los días del verano, tan cálidos y alegres como las simples flores del romerillo, regresamos con Shúrick, o con mi amiga invisible, a… ya saben dónde…

Aunque se cayó el famoso muro de Berlín cuando yo tenía ocho años y muchas cosas cambiaron desde entonces.

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