Nobody’s Girl

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Nobody’s Girl

Por: Eletxekoa

Es lo que pasa cuando eres reportero de guerra y te destinan a Afganistán; te la juegas cada día. Estás acostumbrado, a cada instante desenfundas tu cámara, no es de gran calibre y te tiembla la mano al empuñarla, pues tienes la certeza absoluta de que no podrá interceptar ninguna bala de las de verdad, pero has llegado a poder soportarlo. Sabes que no se andan con bromas, no todo el mundo se cortó la barba, el peligro acecha en cada esquina, en cada mirada. Haces el mismo recorrido todos los días, escoltado por la muchedumbre desaforada que huye de las patrullas talibanes y por el polvo que levantan los recuperados burkas en las calles de Kabul. Con la cámara escondida entre la pechera y el alma dolorida, caminas con mil ojos observándote por encima del hombro, son ojos que miran fuerte, mantienen el fusil en alto y no puedes bajar la guardia. Nada pasa desapercibido. Llevas un cuaderno escondido pensando que al final del día habrás trasferido la verdad al mismo, aunque nadie te asegura que alguien vaya a comprar su contenido al final del día, depende del día y del mercado de valores de las noticias. Nunca se sabe. Pero no estás preparado para verlo todo, en esta perra tarde de hoy, mientras pensabas y pensabas en cómo hacer para fotografiar tanto desastre junto, te encuentras de bruces con la escena. Hay un jolgorio que no esperabas, piensas que no está todo perdido, hasta que te encuentras con los ojos de esa niña. Son peores que las balas. Cualquiera que hubiera visto esos ojos, no podría olvidarlos jamás.

La niña mira al viejo. El viejo mira a la niña. En ese cruce de miradas, que apenas dura una fracción de segundo, con el vasito de té humeante entre las manos, queda sellado el destino de la niña para siempre. Una fiesta, entre los ecos de los bombardeos que llegan de no muy lejos, registra el feroz ritual por el que uno y otra se convierten en marido y mujer.

La niña está en shock, solo es capaz de sentir un miedo atroz y un estupor no menor ante la aquiescencia de sus padres que participan en la fiesta con el semblante agrio, pero con la tranquilidad de ser afortunados, han conseguido casar a la menor de sus hijas con un destacado y veterano talibán que los protegerá y los hará ascender en la clase social.

Del velo sedoso que cubría todo su cuerpo dejando solo al descubierto su cara redonda de niña, asoman unos grandes ojos suplicantes que me miran como sí fuera consciente de que yo, y solo yo, podía parar aquella atrocidad, y otra vez, solo puedo hacer una cosa; saco una foto con el móvil, no me arriesgo a sacar la cámara grande, me apresuro a mandarla a la agencia Reuters y antes de una hora todos los digitales del mundo tienen publicada la instantánea; caperucita y el lobo feroz el día de su boda. La foto se hace viral, no hay mal que por bien no venga, ¿pero quién la libera del dinosaurio? Esta misma noche, ahora mismo, mientras escribo estas líneas, corre por sus venas la sangre de la bestia, y sus ojos negros me condenan sin remedio, culpable como soy de la indecencia de ser testigo mudo, testigo a sueldo de los que esa niña les importa lo mismo que la molesta tela de una araña en su jardín. No puedo dormir, no podré dormir por la noche en mucho tiempo. Y así se escribe la historia, con una gran dosis de indiferencia y otra grande de curiosidad amparada por el confort del sofá frente al televisor. El género humano se ha echado al mutismo, y yo no podré conciliar más el sueño sin acordarme de esos ojos negros asustados mirándome fijamente.

Ay, niña, para ahora tú ya no eres de nadie, ni tan siquiera de ti misma. Hoy te lo arrebataron todo. No tienes nombre ni patria. Solo eres la niña de los ojos negros. Ningún guerrero con la cámara en ristre ha venido a rescatarte, nunca hubo príncipes azules, tú ya lo sabes bien. Vivirás en mí como una maldita condena, nobody’s girl, hasta que seas la última. Te lo debo.

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