Melissa No es un Sueño

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Melissa No es un Sueño

Una anciana da un grito y apunta hacia una fachada. Las cuerdas finas que se elevan de su muñeca y se pierden en el cielo son irregulares y cortas. Las de la mujer que camina por el tejado, con los brazos en cruz, tintinean. Los que la miran piensan que se trata de una bonita suicida.

Como todos en la calle, Dimarck también se detiene. Ha terminado su jornada laboral y tiene más ojeras que ganas de vivir. Aquel suceso, sin embargo, le trastoca. Él conoce a esa mujer de pelo negro y ojos rasgados. Su vestido vaporoso ondea como una bandera de la paz.

—¡Llamen a la policía! ¡A la policía! —grita una señora de voz estridente.

Dimarck se acerca al edificio, donde todos los transeúntes cotillas forman un semicírculo.

—Se va a tirar. —comenta un hombre, con tono de sentencia. Dimarck le conoce de vista; tiene una tienda de ultramarinos por donde pasa alcohol de contrabando.

—¡Policía! —grita alguien más.

Dimarck se pierde en los rizos de la muchacha, que ondean como anémonas podridas. Había sido la mujer más bella que había conocido.

La conoció hace tres años. Su línea de vida era saludable, algo brillante, y se jactaba con pretensión de sus veintiún años recién cumplidos. Dimarck tenía un hijo de trece que ya había caído en la mala vida. Su relación fue esporádica, nada serio, o eso decían al principio. Quedaban en el bar más concurrido del barrio. A ella le gustaban mayores, y a Dimarck le gustaba escapar.

Una vez le escribió un poema, en una servilleta bajo un vaso de cerveza fría. Se leía fatal y estaba casi deshecho, pero pudo apreciar las palabras “Melissa no es un sueño”. O quizá se lo imaginó. Dimarck recordaba esas palabras cada vez que decaía y cada vez que bebía cerveza. Ambos sucesos estaban siempre relacionados. Hasta que fue en lo único que pudo pensar.

—Mira. —le había dicho Dimarck una vez, en la soledad de su habitación, con un cigarro en la mano. Levantó el brazo, dejando que su línea de vida se viera clara. Se mezclaba con el humo del cigarro—. Es inestable.

—¿Tienes miedo? —Ella rio. Siempre lo hacía, en los mejores y en los peores momentos.

—No lo sé. Me estoy matando. Creo.

—No hay que tenerlo. La vida no es tan mala. —Le robó el cigarro y lo consumió de una calada—. Creo.

Dimarck llegó al punto en el que no creía en nada, excepto en Melissa. Por eso le defraudó que ella se alejara poco a poco. Que ella tuviera otra vida, una de alguien más joven. Amigos que él no tenía. Incluso a alguien más, mucho más guapo, con más futuro. Pero mentiría si dijese que esa fue la razón del primer golpe. Dimarck ni siquiera se acordaba de la razón, solo que la dio de lleno con el botellín de cerveza. La hizo una brecha. No fue la única.

Así es como su línea se hizo más saludable, más brillante y más larga. Con cada beso forzado, con cada vez que ella sonreía, sin tanto fulgor, mientras bajaba la cabeza. No estaba bien, lo sabía. Pero si dejaba de hacerlo, Melissa sería un sueño.

Mientras camina por la cuerda floja de la vida, la línea de Melissa se desvanece. Todos ocultan las suyas, entre temerosos y avergonzados, de que ella mire en su dirección y se decante por saltar.

Dimarck no se pregunta si es su culpa que ella esté a punto de matarse. Solo piensa que ella está preciosa, y por qué la dejó escapar.

Los primeros coches negros arriban en la calle y las sirenas suenan como cascabeles. No tarda ni dos segundos. No deja oler el neumático quemado de la carretera, ni le permite a Dimarck recordar el sabor de la cerveza fría. La chica se inclina de lado, muy lentamente, como si el cielo meditara su decisión trágica. Y cae.

La gente grita y se tapa la cara. La policía corre. Dimarck es el único que se queda quieto, sin pestañear. Melissa parece una estrella de sangre. No es bonita.

Tras unos segundos, mira su propia línea de vida, larga y saludable, sin imperfecciones. La de ella, en cambio, ya no existe. Da media vuelta y se marcha.

ALBA APARICIO B.

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