La Huida

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La Huida

Por: Lagunera

Sin importarle lo que dejaba atrás, encaminó sus pasos hacia otra vida. Estaba decidida a olvidar que tenía una familia que dependía de ella. No quería ser consciente de que era el centro, el eje alrededor del cual giraba su entorno.

Se vistió apresuradamente sin escoger la ropa que tapaba sus heridas. Ella, que tiempo atrás elegía con precisión cada prenda que iba colocando con gusto exquisito sobre su cuerpo. Ella, que decidía íntegramente todos los detalles que componían su elegante estilo, su reconocida distinción.

Unos pantalones, una camiseta y poco más. Total, a donde iba no precisaría nada de valor. Las joyas que había recibido, y que simbolizaban cada una de las marcas de su cuerpo, no le hacían falta en esos momentos. Las rosas rojas que todavía adornaban el jarrón de la entrada, ya se deshojaban, y sus frágiles pétalos caían en el mueble asemejando un charco de sangre. Sangre como la que iba cayendo de los desgarros de su piel. Sangre coagulada en los golpes recibidos en su rostro. Sangre que bullía por sus venas y que hasta ese momento no había despertado de su letargo.

No entendía cómo había soportado hasta ahora los desprecios recibidos de aquel hombre que antaño había sido su gran amor, que la había impresionado con su pasión, y al que en otro tiempo se había entregado sin recibir nada a cambio. Bueno, sí, había recibido joyas y flores. Joyas que la deslumbraban y que no podía rechazar sin ser víctima de nuevas iras. Y flores para acallar las ofensas y la conciencia.

Había resistido durante muchos años los embates más o menos intensos de aquella cólera que le sobrevenía, cada vez con más frecuencia y cada vez con menos motivos. Pero esa mañana tuvo el valor de levantarse y decir ¡basta!

Ni enajenación mental, ni premeditación y alevosía. No iba a ser titular de los periódicos en la edición matutina que, como todos los días, se encargaba de llevarle bien temprano a su amado. No sería ella la protagonista de la nota necrológica que engrosaba día a día el número de mujeres asesinadas.

Cerró la puerta de la casa con vehemencia, dejando atrás toda su vida. No había tiempo para el desánimo. Había que olvidar los agravios recibidos. ¿Olvidar? ¡Qué fácil era pensarlo! Pero ¿Cómo vivirlo? ¿Cómo soportarlo? Sabía que en cuanto pasaran los primeros momentos de furia, de rencor y de venganza, volvería a perdonar.

Siempre le ocurría lo mismo. Lloraba y lloraba. Se lamentaba de su situación, y una furia acalorada le recorría su magullado cuerpo. A medida que iban pasando las horas, se llenaba de odio hacia aquel ser despreciable y el resentimiento daba paso a las ganas de venganza. Pero nunca una venganza dio satisfacción al agravio recibido.

Así que, en cuanto él le pedía perdón una y mil veces, con flores en una mano y joyas en la otra, el miedo era más fuerte que el deseo de venganza, y volvían a empezar.

Por eso quería salir corriendo. Huir, huir, huir… Correr y correr lejos. Donde él no pudiera encontrarla. Donde nunca más pudiera ni recibir agasajos ni dar perdones. Donde hubiera vida después de la muerte. Donde en un salto con los ojos cerrados entrara en otra dimensión. Donde el puente que enlaza el principio y el fin, el cuerpo y el alma, la violencia y la pasión, se diluyera entre las tinieblas de sus sentimientos.

Por eso encaminó sus pasos hacia aquel recodo del camino, por donde tantas tardes había paseado en soledad, pidiendo al cielo un cambio en su vida, donde tantas veces había tenía miedo de caer, de precipitarse al vacío.

Y caminó y caminó. Cuando llegó a “su rincón”, se detuvo apoyándose en la barandilla, y miró hacia abajo. Allí estaba el mar, el inmenso mar. Aunque casi estaba oscureciendo, todavía quedaban unos niños bañándose divertidos en la playa. Pensó en sus hijos y se sintió reconfortada. Al menos ellos ya estaban a salvo.

Permaneció un buen rato escuchando el incansable vaivén de las olas. El olor a sal inundaba su espíritu. En el horizonte se fundían el cielo y el mar.

De pronto le entró un escalofrío. Nunca se había caracterizado por su coraje y tenía miedo a equivocarse. Pero no. Esta vez, no. Inspiró profundamente y supo que había tomado la decisión correcta.

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