La Casa del Agua

Inicio / Dramáticos / La Casa del Agua

La Casa del Agua

Por: Benemérito

Ahora nuevamente duermo desnudo. Es un hábito que había perdido pero que afortunadamente recuperé en los últimos meses. Me siento libre y ausente.

Vivo en un apartamento del centro de una ciudad ociosa. Ahora, con algunos reveses, escribo para comer. A mi estancia acuden enamorados, despechados, amantes y sin importar género me dedico a escribirles cartas dedicadas a los responsables de sus heridas de amor o pasión. Que viéndolo bien son la misma vaina, si nos sentamos a analizarlo.

Todas las mañanas me levanto y tomo un cigarrillo. Abro la ventana de la sala y enciendo el primer clavo de mi ataúd, con este accionar recibo ese nuevo día lleno de dicha, esperanza y fortuna. Eso que las bendecidas y afortunadas reflejan en su Facebook sin que ellas mismas se lo crean.

Las noches son siempre de licor y una que otra aventura. Hay mujeres quienes el amor les dura la primera línea escrita y me cancelan con unas horas de compañía, sudor y besos. Siempre acepto ese tipo de pagos, es mi naturaleza, mi esencia, mi necesidad de sentirme vivo.

Mi cuarto está lleno de cajas de comida ya consumida, cigarrillos a medio terminar, botellas de cerveza, botellas de ron, galletas y hojas impresas con algún poema nefasto e inconcluso. Cada vez que me levanto es como atravesar un campo minado, sin embargo, no me importa, enciendo un incienso de coco y todo aquello que es un desastre se contamina del rico olor y resuelvo el pequeño problema, que es feo estéticamente, pero con una fragancia penetrable que me inspira a seguir teniendo un basurero como cuarto.

Escribo todos los días y pienso todos los días. Hay quienes solo escriben o solo piensan. En verdad no me importa. Lo único que me mueve son unas letras que hacen erizar la piel y que añoro que no sea la mía.

Pero una mañana. Un sábado recuerdo. Llovió adentro. Y las cajas y las colillas y las botellas y todo, se paseó por la casa. Yo solo fumé y más, mientras veía la casa de agua.

II

Llegué por fin. Caminé por la calle que ya conocía. Y visité el primer atisbo de normalidad que me acogió en Caracas. Un apartamento de una sola habitación, un baño y una sala que se adornaba con muebles de madera. Los recuerdos me invadieron y quise una vez más entrar a ese antro tan digno de mí que como dato curioso solo tenía la puerta principal. Las demás puertas nunca llegaron y la libertad se paseaba.

El baño era una suerte de lotería para los visitantes. Debía permanecer en la cocina mientras lo utilizaban. Mi cuarto nunca necesitó puerta, nunca hubo nada que esconder, nunca se mentía, nunca se decía la verdad, nunca hacía frío, nunca hacía calor, nunca perteneció a nadie, nunca fue mío, nunca lo amé tanto como el mismísimo día que me corrieron.

En mi recorrido soñé que nada estaba pasando. Soñé que la puerta sonaría una vez más avisándome que ya estaba por entrar. Soñé que los besos, las palabras y las caricias regresaban sin pedir cuentas. Soñé que ya estaba allí sujetándome, dándome apoyo, sonriendo y discutiendo por satisfacción, su satisfacción, al sentirse reina y única del espacio que le cedí solo por una mirada.

Cocinaba una rica crema de plátano. Hacía arroz, carne frita y por supuesto tostones. Comíamos mientras mirábamos a través de la ventana. Recuerdo que sonreíamos mucho. Que nos prometíamos mucho. Que nos besábamos mucho. Que nos desesperábamos mucho. Que dormíamos mucho. Que siempre estábamos desnudos. Que siempre nos encontrábamos en la cama y que nunca nos separábamos.

Me recosté en la ventana que años atrás me hacía pensar y fumar. Siempre que pienso fumo y siempre que fumo pienso. Hay quienes solo piensan y hay quienes solo fuman. En verdad no me importa. Lo único que me hacía mover era un mensaje que me avisaba que “Chicho” ya iba en camino y con él la compañía que necesitaba.

Pero una mañana. Un domingo recuerdo. Llovió adentro. Y las puertas, inexistentes, no pudieron controlar la inundación que se aproximaba. Yo solo fumé y más, mientras veía la casa de agua.

III

Los hospitales son lugares desérticos y fríos. El primer diagnóstico no era nada alentador. Las miradas se cruzaban entre los internos que me tomaron como conejillo de indias. Luego dos palabras, un abrazo y una despedida daban inicio a una de las peores sesiones que ha padecido mi cuerpo.

Llegué con mi camisa de la suerte. Siempre plancho mi ropa y arreglo mi cuarto. Es como una especie de cábala para mantenerme lejos de los humanos que desean husmear en mi vida. Ahora recuerdo que duermo desnudo. Es como una costumbre que ya recuperé para sentirme libre y ausente.

La primera sesión prometía hacerme llorar. No lloré. Solo soporte la dagas que invasivas recorrían mi cuerpo. Quise correr y no tenía destino. Quise gritar pero no tenía oídos que me escucharan. Quise reír pero yo era el chiste. Quise verme a un espejo, pero no había reflejo.

Por eso solo miré una foto de una playa que adornaba el consultorio. Me perdí dentro de la imagen y recordé a tantas y a tantos que hoy añoraba pero no estaban.

Desperté cuando ya la tercera daga salía de mi cuerpo con displicencia. Vi como una gota de sangre recorría mi deprimente cuerpo y allí, aspiré una bocanada de aire pulcro de hospital para derrumbarme al recordar que faltarían 68 más para sentirme mejor.

Las sesiones generalmente se realizan sobre un sofá de color rojo. Sin embargo, decidí hacerlas de pie. Como capricho. Como desafío. Como terquedad. Como prueba. Nunca me he arrodillado. Me mantengo de pie y siento como se desestabiliza mi esencia, mi alma, si el alma es lo que sientes, y sobre todo mis recuerdos. Todo está derruido. Los tiempos buenos y los tiempos malos.

Al salir camino y fumo. Siempre que camino fumo y generalmente cuando fumo camino. Hay quienes solo caminan y hay quienes solo fuman. En verdad no me importa. Lo único que me hace mover es saber que cada mes vienen las dagas y yo entero, soberbio y decidido a morir o no, recuerdo que mi amante infalible, ella que nunca me deja, ella que me perdona todo, ella que me cubre de su desamor se cuela en mi cuerpo dándome la compañía que tanto deseo en su peculiar forma de enfermedad.

Pero una mañana. Un miércoles recuerdo. Llovió adentro. Y mi amante enfermedad quiso algo más de mí. Me hizo caer para pedirla en matrimonio. Y la sangre inundó el consultorio con olor pulcro y como pude me levanté lentamente, negándome una vez más a sucumbir ante la inundación que se aproximaba. Tomé un cigarrillo y solo fumé y más, mientras veía la casa de agua.

Dejar un comentario

Your email address will not be published.

Información básica sobre protección de datos Ver más

  • Responsable El titular del sitio.
  • Finalidad Moderar los comentarios. Responder las consultas.
  • Legitimación Su consentimiento.
  • Destinatarios .
  • Derechos Acceder, rectificar y suprimir los datos.
  • Información Adicional Puede consultar la información detallada en la Política de Privacidad.

Esta web utiliza cookies, puede ver aquí la Política de Cookies