Por. Alcira Borges Carreras
El día que me marché, la vieja radio del salón estaba encendida. Todo parecía igual, los muebles de nogal en su sitio, rezumando ese brillo que advertía mi obsesión de limpieza casi excesiva, la luz de la mañana entrando por la ventana abuhardillada, el olor que desprendían aquellas varillas de palo santo y ruda que habíamos comprado en nuestro viaje a Granada, el tic tac incesante del reloj de pared de la cocina, que sólo se escuchaba cuando el silencio entre nosotros era denso y espeso como el petróleo; pero en el fondo de esa anodina normalidad, los dos sabíamos que después de toda una vida juntos, ya no quedaba nada de esa dulce estabilidad que habíamos confeccionado a nuestra medida. Se había esfumado como el humo del incienso, quemándose lenta e inevitablemente. Recogí la ropa que me quedaba y cerré la cremallera de la maleta. El frío me inundó al abrir la puerta de entrada, el aire invernal se iba abriendo paso entre los murmullos de vegetación del jardín y las briznas de hierba vestían delicadas un manto blanco de escarcha. Mi cuerpo temblaba. Bajé apresurada las escaleras del porche y me subí en el coche sin mirar atrás. ¿Qué otra cosa podía hacer? Me había dado cuenta de que el castillo de naipes que llevaba años construyendo sobre las nubes se desmoronaba con el suspiro del viento. Tenía miedo. Supongo que todos lo tenemos alguna vez, ese miedo tan profundo, tan irracional de sentir que el suelo bajo nuestros pies se quiebra y caemos. Miré hacia la carretera y arranqué el motor. El portal azul se empequeñecía a través del espejo del retrovisor; nuestra premisa había sido eso de “darnos un tiempo”, pero en el fondo sabía que nunca volvería a pisar esa casa, porque hacía mucho que ya no era mi hogar. Era una intrusa, los dos lo sabíamos. Mientras pisaba el acelerador los acordes de Mallorca envolvían el silencio del coche. Necesitaba hallar mi refugio en su melodía, volver a un lugar en el que no hubiese dolor.
El avión salía a las 17:00 y todavía quedaban unas horas para embarcar. Cogí el equipaje y entré. Las grandes cristaleras permitían ver los despegues de cada vuelo; me senté frente a ellas, saqué mi libreta y me perdí entre las tímidas líneas que imitaban la pista, aislándome de los ruidos y los ecos del lugar.
Subí al avión. Me puse los auriculares y me perdí entre las pinceladas blancas de las nubes. Aterrizamos dos horas más tarde. Al salir del aeropuerto el aroma a sal atravesó el sonido del bullicio hasta envolverme. Comencé a caminar decidida hacia la dirección que días antes mi madre había anotado en aquel pequeño papel.
El sol calentaba mi piel morena y la brisa agitaba mi pelo rubio. Los recuerdos se sucedían a medida que avanzaba, haciéndome perder la noción del tiempo.
La casita blanca que tantas veces había sido el escenario de mis sueños se alzaba ante mi. A pesar del paso de los años, seguía como entonces, a excepción de la enredadera de hojas verdes que cubría parte de la fachada. Siempre hubo mucha vegetación, desde que tengo memoria recuerdo cómo la humedad se colaba entre los muros del lugar, haciendo crecer las flores y los árboles. Dirigí una mirada al mar. La belleza de las olas me conmovía. Ellas habían sido testigos de un amor cuyas raíces habían perecido meses atrás; entre las paredes que envolvieron la rutina, la flor que había crecido entre nosotros había marchitado, la habíamos dejado morir entre las indiferentes caricias del espejismo de la monotonía, sin ser conscientes de la vida que estábamos dejando escapar. Con todo, en aquella isla, nada de eso existía ya, sólo la naturaleza aborigen gobernando a su antojo los recuerdos. La memoria se perdía entre los granos de arena oscura de la playa.
Un leve ronroneo me sacó de mis pensamientos, bajé la vista y me topé con dos grandes ojos verdes, una gata blanca maullaba reclamando mi atención. No tenía collar, así que supuse que estaría perdida; es curioso cómo dos almas están destinadas a encontrarse como dos melodías sobre las teclas de un piano. Entré en la casa con el sigilo de sus pasos junto a los míos. Sus muros no habían perdido la esencia a cuento de hadas que se había instalado en mi recuerdo cuando era niña, repleto de ninfas y duendes invisibles. El sofá camel, el tocadiscos, la estantería, los cuadros de papá… Todo dispuesto y cubierto con telas blancas, como lo habíamos dejado la última vez. La luz que entraba por las grandes ventanas llenaba la estancia, sin embargo seguía sintiendo esa sensación de vacío instalada como un rumor en mi vientre, constante. Luna, así había decidido llamar a mi nueva compañía, me seguía mientras limpiaba la casa con expresión tranquila. Cuando acabé, el cielo se había teñido de negro. Saqué de la mochila un “tupper” y compartimos la cena al son de un antiguo vinilo, cuyo movimiento rodante susurraba a Elvis.
Me desperté sobresaltada con su cola a mis pies, abrí las cortinas y un leve resplandor iluminó las sábanas. Hice la cama y preparé el café que había traído de casa, no acostumbraba a comer nada por la mañana. “Es la comida más importante del día”, decía con cariño cuando me negaba a aceptar sus desayunos tras los besos suaves sobre mis párpados. La culpa es un pájaro enjaulado entre los muros del corazón, no puedes evitar sentirlo revolotear y tampoco dejarlo ir libre para no volver. Había tapado las heridas y fingido que estábamos bien tantas veces, a pesar de que nuestras miradas sabían que no era así, que el amor ya no era suficiente, sobre todo en el momento en el que nos dimos por vencidos.
Revolví el armario de mi madre hasta que el neopreno de manga larga apareció entre viejas prendas olvidadas, cogí la tabla y bajé a la playa. El mar indómito me acogió en sus olas. Esa adrenalina que se deslizaba por el agua, y me sostenía una y otra vez, haciéndome sentir viva, por primera vez en mucho tiempo. Pensaba en mamá. Mis movimientos me evocaban a los suyos; él la observaba a menudo, le inspiraba, decía que ambos dibujaban el océano, ella con sus piernas y él con sus pinceles. Me tumbé en la arena que, a pesar de la estación, desprendía un calor agradable mientras el viento salvaje me erizaba los poros y el sol coloreaba poco a poco mi rostro.
Horas después comencé a empaquetar todo lo que quedaba allí. En pocos minutos aparecieron tantos recuerdos que sentí mi corazón oprimirse. Bocetos del mar, del cuerpo de mamá, de mi inocente sonrisa… Aparecieron entre las brochas y los botes de óleo sobre los que el tiempo había dejado su imborrable huella. Todo aquello era una prueba de lo que había desaparecido. Las emociones me sobrepasaron haciendo brotar lágrimas caprichosas, esbozando sobre mis mejillas marcas de adioses transparentes y palabras no dichas. Me senté en el suelo y miré la pared reinada por la acuarela cuyas manchas forman la imagen de nuestro antiguo hogar. Añoraba la infancia, la mirada de mamá perdida entre las líneas que narraban otros mundos, los ramos cuyas flores vestían cada desnudo rincón de colores que volaban hasta los lienzos con el baile del pincel acompasado por las voces del jazz. Minutos despreocupados de una feliz niñez que se había perdido como una cometa despojada de las manos que la aferran a la realidad. Todo había cambiado desde entonces, la mudanza, el trabajo, el amor, el funeral, la venta de la casa, los destinos que me hacían olvidar… Habían ido apagando la llama de mi propia identidad, convirtiéndome en un reflejo de lo que un día fui. Estaba perdida, no me reconocía en mi cuerpo, en sus brazos. Estaba a la deriva en un barco lleno de agujeros y debía remar hacia tierra, pero la niebla me cegaba y no podía hacer nada por evitarlo; llevaba semanas hundiéndome lentamente, resignada a ahogarme.
Luna se sentó en mi regazo. No lo entendía, para ella era fácil, vivir, tan simple como eso, sin recordar aquellos que había dejado atrás. La envidiaba. La angustia de mi pecho se iba extendiendo como una mancha de tinta sobre un papel, me levanté y arranqué con violencia esa lámina que me restregaba el idilio de un pasado que nunca iba a volver. Cayó al suelo. Miré el cuadro desconsolada. El passe-partout lucía envejecido sin un marco que lo protegiese. Me agaché a recogerlo cuando una esquina se despegó, parecía un añadido a la estructura, lo levanté con cuidado. De su interior surgió una pequeña carta color
crema: “Nadie nunca podrá arrebatarte la libertad de estar contigo misma. Ámate como yo te amo, papá”.
Abandonando la idea de que la felicidad fuese solo una preciosa quimera, deshice las maletas y las cajas. Las notas de Asturias se perseguían coloreando estrellas entre los ramos de margaritas. La respiración de Luna se acompasó con la mía. Comencé a pintar.
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