El Pequeño Héroe

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El Pequeño Héroe

Por: David de Ilercavonia

Antonio Ramírez era un niño que sólo tenía ocho años cuando se produjo el ataque terrorista a las Torres Gemelas de Nueva York. Las imágenes de aquella tragedia quedaron grabadas en su retina y nunca más olvidaría los rostros embadurnados de ceniza de los bomberos tratando de rescatar a los supervivientes de entre los escombros.

Un año más tarde, Antonio empezó a tener problemas de salud. Las persistentes molestias en un costado decidieron a sus padres a llevarlo a la consulta del pediatra, quien le sometió a una minuciosa exploración y a una batería de análisis. El diagnóstico no permitía concebir esperanzas, aunque era necesario consultar otras opiniones cualificadas. La espera se hizo angustiosa. Después de acudir diversos especialistas, los afligidos progenitores asumieron que su hijo tenía leucemia, una grave enfermedad que se hallaba en fase terminal. Fue un golpe muy duro. Antonio fue ingresado con carácter de urgencia en un hospital infantil, cuyo personal se desvivía en atenciones tratando de infundirle ánimos en los últimos meses de existencia.

El médico que le atendía explicó a sus padres en privado que podían mitigar el dolor a base de fármacos, pero que éste nunca cesaría. Con lágrimas en los ojos, optaron por permanecer en el pasillo para recuperarse de semejante noticia. Acto seguido, el médico entró a ver al paciente y, percatándose de su sufrimiento, pese a estar casi siempre sedado, le saludó con una afable sonrisa:

– ¿Qué tal, Toni?

– He pasado una mala noche, pero ahora ya estoy mejor.

– Eres un chico muy valiente y confieso que estoy sorprendido por tu coraje. Vamos a ver, Toni. Olvida por un momento tu enfermedad e imagina que pudieras tener un sueño y saber que algún día se haría realidad. ¿Qué desearías?

– Me gustaría ser bombero –repuso el chiquillo recordando las imágenes de los aviones estrellándose contra edificios abarrotados de gente y a los valerosos bomberos atareados entre los escombros.

Por la noche, el médico afectado por el drama de aquel niño inocente, habló con su hermano policía y le explicó el asunto, quien daba la casualidad que conocía al jefe de bomberos local, porque ambos se enfrentaban a menudo en partidas de pádel. Al día siguiente el policía hizo coincidir su ronda diaria por el parque de bomberos para informar a su amigo. Tan pronto éste estuvo al corriente, llamó al hospital para hablar con la familia y luego pidió a la operadora de la centralita que le pasaran con el gerente. Le informó del caso y tras obtener su consentimiento, añadió:

– Tened preparado a Toni mañana por la mañana. Pasaremos a recogerlo a eso de las diez y durante un día será el jefe de bomberos honorario. Claro que no tendremos un casco adecuado, pero seguro que llevará una chaqueta naranja ignífuga.

Así empezó la amistad entre el chico y los bomberos, hombres bondadosos que sólo pretendían hacer realidad la ilusión de un niño moribundo. A partir de entonces, lo visitaron con frecuencia. Incluso en una ocasión se lo llevaron a un incendio en el que un grupo de bomberos salvó a un matrimonio y a su hija de morir asfixiados entre el humo. Fue una aventura maravillosa y dicha experiencia tuvo la virtud de levantarle tanto el ánimo que durante una época pareció como si una nueva energía brotara de su interior. Lo cierto es que la vida de Toni sobrepasó la previsión más optimista. Pero su destino era inexorable y pasó lo que tenía que pasar.

Una tarde al percatarse la enfermera de turno que las constantes vitales del chico disminuían peligrosamente, informó al médico de urgencias, quien negando con la cabeza lo comunicó a la familia:

– Me temo que no le queda demasiado tiempo. Hemos hecho lo imposible, pero… Lo siento mucho.

La desesperada madre llamó enseguida al jefe de bomberos.

– ¿Pueden hacer algo para que su agonía no sea tan traumática?

– ¡Claro que sí! –exclamó éste-. Pídale a su hijo que resista un poco más. Dígale que es una orden mía. Estaremos allí en menos de un cuarto de hora. Y otra cosa. Advierta a los médicos que si escuchan sirenas no se preocupen. No existirá ningún incendio en el hospital, tan solo queremos ver a Toni por última vez. Y que abran las ventanas porque entraremos utilizando la escalerilla de un camión.

Antes que venciera el plazo, la dotación de servicio del cuerpo de bomberos, una docena de hombres uniformados, entraron en la habitación permaneciendo firmes uno junto al otro, cual desfile militar. El jefe entró el último, mordiéndose los labios para reprimir sus emociones. Saludó a los allí congregados y luego se dirigió al lecho para sentarse junto al pequeño enfermo.

Sus presentimientos se vieron confirmados al atisbar el rostro demacrado del chiquillo. Un estremecimiento le recorrió la columna vertebral. Su serenidad se desvaneció como por ensalmo. Hubiera deseado dar una imagen de persona tranquila, capaz de comportarse con sangre fría ante cualquier situación por dramática que fuese, en cambio su temple se fundió como cera caliente.

– Hola, Toni. Aquí me tienes, amigo mío.

– ¿Ya soy un bombero de verdad? –preguntó el niño conmovido por la solidaria demostración del cuerpo de bomberos.

– Por supuesto que sí –repuso éste sin poder reprimir las lágrimas que resbalaban por sus mejillas.

A continuación, aquel pequeño héroe cerró definitivamente los ojos para morir en paz con una sonrisa de felicidad, ajeno al dolor que le había atenazado durante los últimos meses de vida.

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