Por: Xan del Ferre
Cientos, por no decir miles de veces, las palabras que guardaba por si algún día te encontraba de frente, se perdieron en el conducto de mi garganta acongojada. Un repentino sentimiento de piedad había abortado los numerosos intentos a lo largo del año anterior.
También es posible que este comportamiento se debiera a la madurez, a la consciencia de lo que soy, alguien opuesto a lo que representas.
Menuda sorpresa me llevé el día que entraste, cuando te hicieron entrar, en la sala de rehabilitación. Llegabas amargado y envejecido por el terrible accidente y me costó mucho que colaboraras en la terapia. Al principio jurabas y te lamentabas al ser manipulado como un espantapájaros.
Tu cuerpo quebrantado, las extremidades inertes y debilitadas, eran un tremendo obstáculo para el tratamiento. Terminabas desplomado, encogido como un gato asustado en un zarzal, abocado a un rumbo muy oscuro.
El tiempo y los esfuerzos mutuos nos permitieron encontrar, sino una meta, al menos un comienzo esperanzador. Gané cierta confianza y la situación evolucionó, los tímidos avances se convirtieron en logros. Por descontado, hubo instantes de desazón, de sensación de fracaso que hacían brotar las lágrimas en tus ojos, y me dabas pena, qué paradójica es la vida, ¿verdad?
Cuando el otro día me dieron la noticia de tu triste final, sentí amargura porque todo el trabajo realizado quedaba en nada. Me acerqué caminando al promontorio, lo conocías bien: la colina que separa las playas de la ciudad, una esmeralda incrustada en un telón azul, donde nuestros ancestros edificaron un torreón, hoy desmochado, en medio de la pradera.
Me acomodé en una roca que afloraba de los cimientos de la pared malherida y me quedé allí solo y pensativo toda la tarde, contemplando el horizonte.
En este mismo acantilado arrojamos, años atrás, las cenizas de un viejo conocido en común, un chaval joven, hermoso y adorable que jamás debió despeñarse por el abismo. Pero lo hizo, forzado por la ansiedad, la marginación y el constante sufrimiento causados por una situación llevada hasta extremos insostenibles por ciertos individuos.
Tú fuiste una de ellas. Te recreaste en acosar a una persona que creías débil, indigna e inferior. Multiplicaste hasta el infinito las consecuencias de tus actos y omisiones, con el auxilio de tus serviles camaradas y secuaces. El infernal avispero en el que reinabas como un tirano despiadado, idéntico al que sufrí en aquellos años interminables.
El muchacho, angustiado hasta el extremo, se tiró por este acantilado convencido de que todos le odiaban y le habían abandonado. Quiso terminar con su sufrimiento, pero no solucionó nada. La vida continuó moviendo sus engranajes y, salvo aquellos que lloramos su ausencia, el mundo terminó olvidando el incidente a medida que transcurrían los días.
Por fortuna mi caso continuó por un camino distinto. Empujado por el temor propio y la maledicencia de otros, descendí a mi abismo particular, pero, por suerte, nunca lo hice en el sentido físico de la expresión. Gracias a esto y a la ayuda de la familia, los amigos y unos buenos profesionales, pude remontar y reconstruirme con los fragmentos de mi vida anterior.
Por todo esto sentí la necesidad de venir a los pies de la antigua torre y compartir la noticia con el compañero perdido. Ignoro si él encontró la paz. Yo sí, al menos en parte.
En tu caso, no lo sé, en tiempos habría asegurado que no la hallarías jamás, pero hoy, viendo este desenlace, te soltaría en toda la cara que ya no me importa en absoluto.
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