Desde Fuera

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Desde Fuera

Por: R.S.M.

Desde fuera, visto por otros, puedo parecer callado, taciturno y tímido. Soy uno de esos chicos que pasean en soledad y en silencio por el patio, sin hablar con nadie, con las manos metidas en los bolsillos y la mirada agarrada al suelo. Desde fuera todo en mí resulta raro. No se me dan bien los deportes (menos aún los de equipo), no encajo en esos grupos de niños que se sientan en un círculo con las rodillas muy juntas, los brazos bien pegados a los brazos del otro, a compartir historias y cotilleos sobre los compañeros, los profesores y todo lo que los rodea. Desde fuera, los demás me observan con cierta suspicacia, como si mis bordes estuvieran afilados, como si pudieran cortarse si me tocan.

Visto así, sin profundizar en lo que hay dentro, lo que hay fuera ha comenzado a preocupar a mi madre. Ella piensa que es su culpa, que es todo por el divorcio y porque no sabe cómo sacar el tema sin romper a llorar de pronto. Yo también pienso a veces que es su culpa, aunque no es por el divorcio por lo que lo creo. Ojalá. En cualquier caso, últimamente ha adquirido la manía de hacerme sentar cuando llego a casa. Después se acuclilla frente a mí, me mira con fijeza y me habla en murmullos contenidos, como si tuviera miedo de que al alzar la voz algo en mí pueda explotar de pronto.

Nadie mira dentro de mí. Si lo hicieran, verían otra cosa muy distinta a la de fuera, o al menos una que puede explicar la otra. Siempre estoy callado porque todo en mí es grito. En mi cabeza, en mis manos, en mi pecho y en la tripa. Hay un grito que no sale, que está atrapado entre mis dientes y que desuella las paredes de mi garganta. Es un grito sin palabras, solo voz y dolor y angustia e ira. No es lo de fuera lo que corta. Es lo que está dentro lo que hiere, como si una boca con dientes de cristales rotos me devorara las entrañas todo el tiempo.

Y aunque nadie mira nunca dentro de mí, ella lo hace poco después de conocernos. En el momento en que ocurre sé que es así. No sé cómo lo sé, pero me convenzo de que ha visto a mis monstruos tan de cerca como si los tuviera de frente, a apenas unos milímetros de sus manos. Puedo saber que es cierto por el brillo que se apaga en sus pupilas y tiñe sus ojos de mate, por la expresión de su cara al darse cuenta de lo que significa, por cómo sus cejas se hunden y por la mano que alza para tocarme y que deja suspendida en el aire un instante para retirarla acto seguido. Y aunque los profesores no nos explican por qué está aquí ni cuál es el motivo por el que ha aparecido en nuestra clase cuando apenas quedan semanas para que el curso termine, si me esfuerzo casi puedo ver en su rostro oscuro el rastro de las arrugas que tendrá cuando sea vieja y puedo ver también sus monstruos, los que tiene encadenados en su interior. Profundo, profundo como mi grito.

Ella, desde fuera, vista por otros, parece una tormenta de aire, un fuego desatado en el desierto, un huracán de color y de vida. Todos se le acercan, todos quieren ser amigos de esa niña nueva que ha llegado desde algún lugar de África y que trae con ella los olores de la selva.

Pero es solo un disfraz. Mientras ella mira más allá de mi piel, a ese lugar oscuro en el que todo mi ser grita, yo también me asomo al pozo de sombras que ella trata de amarrar en un baúl, bajo mil llaves, en lo más profundo del recuerdo. En su interior hay todo un universo en guerra que late contra los cerrojos del arca en la que lo ha hecho prisionero y lucha por salir afuera.

No sé en qué momento ella y yo comenzamos a hablar. Al principio apenas puedo oírla bajo el ruido insoportable de los gritos que viven en mi cabeza, pero después, poco a poco, su voz los va atemperando de algún modo, los doma y sin que yo me dé cuenta los transforma en poco más que un murmullo. Me habla de su país, de ese mundo en guerra que mi piel adivina en su recuerdo y casi puedo sentir cómo va descorriendo lentamente los candados que ciñen el baúl de su memoria. Me habla de la soledad y de la muerte y del silencio que queda tras la lluvia de acero que escupen las metralletas, un silencio que se cuela por las manos y por la nariz, que se instala en el alma y que la aprieta. Eso es lo que más teme. El silencio que queda después y lo que implica. Por eso ella es todo ruido y risa y color y hambre de vida. Sus palabras van tirando de las mías y empiezo a hablar también yo de las noches de terror, de esa sombra furtiva que a veces se acercaba hasta mi cama, de ese espacio que dejó de ser mío cuando él lo hizo suyo sin mi permiso. Entonces noto que el grito va creciendo y puedo sentirlo atravesado en la boca y callo. Ella no me presiona para hablar. Me ofrece una mano tentativa. En el instante en que la agarro, ella tira con fuerza, balancea nuestros brazos en el aire y me arrastra por el patio, entre los núcleos de niños que juegan al fútbol o a pillarse o cotillean.

Todos nos miran. Ojos claros, oscuros, veteados de gris, verdes, pertrechados detrás de unas gafas o desnudos. Todos se clavan en nosotros, persiguen nuestra carrera por el hormigón del patio, se posan en nuestras manos enlazadas, se giran para encontrarse con otros ojos y hacer la pregunta muda que todos piensan.

Yo solo la miro a ella. Y trato de seguir sus pasos con los míos desmadejados y poco acostumbrados a correr, trato de aspirar la energía que desprende y que convierte al grito de mi interior en algo un poco más liviano.

El grito.

Ese grito lleva años definiendo mi existencia.

Y aunque escribo estas palabras desde el recuerdo, se trata de un recuerdo preciso.

Exacto.

Ahora, como entonces, también la estoy mirando.

Envuelta entre sábanas, su pecho se agita con su respiración. A veces, sin quererlo, grita. Es capaz de controlar las pesadillas con los ojos bien abiertos, pero cuando duerme no puede evitar que la arrastren con ella hasta el infierno. Me acerco hasta donde está, me siento en el borde de la cama y poso una mano silenciosa en su cabeza. Sus rizos se agitan con su sueño y me hacen cosquillas en la palma.

—Shhh —digo—. Despierta. Son las seis.

Se estira como una pantera, su cuerpo desparramado por la cama. Sonríe cuando me ve.

—¿Qué hora es? —pregunta.

Contengo una risita.

—Las seis. Me dijiste que te despertara.

Gruñe algo incomprensible y me dirige una mirada asesina.

—Ni un beso ni nada.

Beso sus labios, apenas una caricia.

El grito siempre está ahí. Se ha ido suavizando con el tiempo, pero nunca he conseguido expulsarlo del todo. Si no hubiera sido por ella, estoy seguro de que se habría hecho más fuerte. Si no fuera por ella, aún pasearía por el hormigón del patio del colegio con la cabeza baja, la mirada puesta en los zapatos, las manos en los bolsillos, huyendo de los demás como ellos huían de mí, ellos por no cortarse con mi dolor, yo por no ahogarme con mi grito.

Pero ella sí está ahí, justo ahí, en mi cama. Y el grito de mi garganta duerme mientras ella se despierta.

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