Obsesión

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Obsesión

Por: Isaac Zamora

Estaba obsesionado con poseer una estilográfica. Había leído que era un regalo preciado entre reyes, emperadores y jefes de estado. Cuando los embajadores firmaban acuerdos entre naciones, se regalaban, mutuamente, las estilográficas utilizadas para la rúbrica de esos importantes documentos.

Soñaba con poseer una estilográfica, pero no cualquiera de aquellas maravillas de la tecnología gráfica, ideal para escrituras corridas, redacción de cartas de amor, o firma de acuerdos relevantes, sino una soberbia e imponente Platinum Izumo Akatame, que ofertaba, a un precio distinguido, la tienda digital Estilográficas.com.

La única dificultad es que no poseía el dinero para comprarla. Desde hacía dos años había quedado cesante y cuando, por fin, logró clasificar para un puesto en una empresa de correos, llegó repentinamente la pandemia del coronavirus y los sueños de poseer aquella estilográfica también desaparecieron con la irrupción de la terrible y contagiosa enfermedad.

Estaba enfurecido. No podía admitir lo que le había sucedido. Leyó por enésima vez la tarjeta recibida, donde se le comunicaba que la empresa de correos había cerrado por los motivos de la obligada reclusión social y no sería admitido debido a la pérdida del capital financiero.

Rompió la tarjeta y salió de casa. El aire fresco le reanimó, pero no le hizo cambiar su deplorable estado anímico. De pronto, recordó que había dejado en el baño de su hogar el tapabocas exigido por las autoridades de Salud Pública, pero ya no le importó. Deseaba, por el contrario, contagiarse con la maldita enfermedad y si tenía buena suerte, hasta morirse. Se hallaba deprimido, triste y confundido y justo cuando cruzaba la calle de una desolada avenida, envuelto en sus fúnebres pensamientos, un ómnibus que intentaba ganarse los último diez segundos de la luz verde del semáforo le impactó violentamente.

El golpe no lo mató, pero provocó el aumento de las camillas ocupadas por heridos en el Hospital Pediátrico de Perú. En la sala 64-C, el joven, convertido ahora en paciente, miró compungido y dolorido, sus cuatro extremidades, enyesadas y suspendidas por finos cables desde el techo. Sin embargo y pese a las molestias que le causaba permanecer en esa extraña posición todas las horas de su larga reclusión, no cesaba de pensar en su estilográfica.

Cuando salga de aquí, se dijo con firmeza, demandaré al causante del accidente y con ese dinero, compraré, en Estilográficas.com, mi Platinum Izumo Akatame y luego, cuando sea dado de alta, escribiré hermosos textos de cartas de amor novias imaginarias y cuando ya tenga suficientes, las compendiaré en un solo tomo, como si fueran manuscritos sobre la historia sentimental de un hombre desesperado que mucho amó, pero también mucho sufrió. Y quizás, hasta le adjudique a ese antepasado imaginario, el título de duque o conde y serán las misivas sublimes de alguien, desesperado, que mucho amó, pero también mucho sufrió.

Esas cartas, pensó con creciente entusiasmo, las escribiré con bellas letras, orladas y ornamentadas, usando a la entrada de cada párrafo una fina y distinguida letra capitel. Serán textos en cursivas, donde ellos resuman la desesperación del amante que, abandonado por una hermosa mujer que le engaña, vilmente, con su mejor amigo, decide poner fin a su vida con un largo y desafortunado trago de veneno y fue tanto el fervor repentino que sintió dentro de sí, que esas últimas palabras las pronunció en voz alta.

La enfermera que, en ese instante, entraba a su habitación con la jeringa sobre una bandeja plateada, le causó repentino temor y cortó, abruptamente, el hilo de sus pensamientos. La vista del instrumento, que él consideraba de “tortura”, le produjo un miedo tal, que intentó moverse, para evadir el suplicio de una inyección intravenosa pero las ataduras se lo impidieron y apenas pudo lanzar un tenue gemido.

– Vaya, gatito, no sabía que desearas tanto suicidarte, pero no te preocupes, yo puedo ayudarte.

La enfermera tuvo que lanzar una carcajada cuando advirtió la faz lívida del paciente. Con destreza inoculó la inyección en su hombro, único espacio visible, sin enyesar.

Antes de retirarse, la enfermera se volteó y le dijo, susurrante:

– El mejor veneno es el que se extrae de las almendras amargas.

El joven nunca pudo averiguar si la mujer le hablaba en serio o sencillamente, se estaba burlando de su desconcierto.

El tiempo pasaba y las camas en derredor, se fueron desocupando. Unos, por voluntad propia, otros, por voluntad del galeno y una cifra menor, por voluntad de la divina providencia. Esos últimos los retiraban envueltos en blancas mortajas. Lo peor ocurría en los pisos superiores, según pensaba, pues los enfermos por coronavirus morían tan rápido, que los cadáveres, en bolsas negras, atestaban una habitación, amontonados como fardos.

Tiempo después, al joven paciente le comunicaron que recibiría el alta médica. Sintiose renacer y, a pesar de todo el bienestar físico que le produjo la liberación de la armadura de yeso, sintiose lacerado por una idea que le fustigaba la mente desde un tiempo atrás, pues temblaba de solo pensar que la pandemia hubiera afectado también la venta de las estilográficas.

Sofocado por la certidumbre de que una desgracia semejante había ocurrido y que ahora, solo bolígrafos y lápices baratos eran los únicos sobrevivientes, el joven vio entrar en la sala al doctor que le iba a firmar los documentos del alta hospitalaria. Vestía la impecable bata blanca, y bajo el bolsillo superior izquierdo, su nombre y apellido, en letras doradas.

El galeno se dirigió al joven y le saludó, amigablemente.

– Hola, que bueno que ya estás bien y te comunico que tus huesos han soldado perfectamente.

El médico recibió de manos de la enfermera los papeles del alta médica, los cuales revisó minuciosamente y luego de aceptar que todo estaba en orden, extrajo del bolsillo de su bata una pluma estilográfica. El paciente, al verla, sintió un vahído en su cabeza y casi desmaya. Recuperose con rapidez y volvió a observar lo que el doctor portaba entre los dedos de su mano. Se trataba de la misma estilográfica que él buscaba con tanta ansiedad. Era una impecable y brillante Platinum Izumo Akatame. Sin pensarlo doce veces, saltó de la cama, arrebató la estilográfica al doctor y se lanzó por la ventana. Lamentablemente, pensó que se hallaba hospitalizado en la planta baja y en realidad, había vivido los últimos días de su vida en una cama del sexto piso de un edificio de 12 plantas. El galeno y la enfermera, asomados a la ventana, miraban el cuerpo estrellado del joven, sin comprender, en realidad, por qué se había matado.

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