La Caja con Rejas

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La Caja con Rejas

Por: Anabel Monje

En una habitación pequeña con barrotes en la parte frontal, observo, como cada día, el cielo azul celeste y las nubes moviéndose con el viento que las mece. Pero sobre todo, me fijo en ese punto de luz brillante tan inalcanzable: el sol.

—Me gustaría verlo de cerca —le susurro a Will.

—Hope, ya sabes que es imposible. Nadie se puede acercar al sol.

Sin embargo, yo no quiero acercarme, solo verlo desde más cerca. Verlo desde fuera de esta habitación en la que siempre he vivido, en la que juntos hemos visto pasar las estaciones. Y como siempre hace cuando observo el exterior durante demasiado tiempo, Will se acerca a mí para cantarme al oído las notas de esa vieja canción. La que tantos nos gusta a los dos. Luego, siento su aliento en mi cuello, seguido de un delicado mordisco que estremece todo mi cuerpo. Acaricio su rostro, mientras mi garganta gime en un canto de amor. Tira de mí hasta que acabamos en el suelo. Se coloca sobre mí, me mira y sonríe. Lo agarro para pegarlo a mi pecho. Lo beso. No se resiste y me devuelve el beso. Siento su corazón bombeando sangre, él mi respiración ardiente. De nuevo, me roza con dulzura antes de que el fuego se apodere de mi interior. Suspiro, él aúlla con suavidad haciendo un coro entre nuestras voces, entrelazando nuestros cuerpos, fundiéndonos en uno solo.

El viento helado nos azota en ese fuego que nos envuelve. La habitación se oscurece pero nuestras llamas siguen vivas. El cielo se ha ensombrecido, las nubes ya no son blancas sino grises y ahora, lo único que brilla en la oscuridad es Will porque el sol también ha apagado su amarillo. Todo tiembla a nuestro alrededor a la par que nosotros seguimos el uno junto al otro, derritiéndonos en un beso que acaba en una violenta sacudida al mismo que tiempo, que un líquido congelado nos baña: agua.

El impacto estremece cada uno de mis músculos, sin respiración busco a Will pero no es fácil. La habitación ha caído con las rejas, el único punto de luz, hacia abajo. O eso creía hasta que veo la puerta en un lateral. Y por primera vez en todos estos años, está abierta, alumbrando el camino hacia la salida. Me dirijo hacia allí.

Pronto, siento los pasos de Will tras de mí. Juntos, como siempre, caminamos. Solo que esta vez, sus pasos se detienen antes que los míos. Me agarra y obligándome a retroceder cuando estoy a punto de atravesar el marco.

—¿Dónde vas?

—Al exterior, por fin, podemos salir de aquí: somos libres.

—Pero yo no quiero ir —contesta desandando su escasa caminata—. No te vayas, por favor.

Esbozo una sonrisa amarga, un adiós sin palabras porque yo sigo hasta alcanzar el exterior. Y, de nuevo, siento sus pasos corriendo para acercarse.

—Hope, lo prometimos: pasaríamos nuestra vida juntos.

—La pasamos, Will. He estado toda mi vida contigo pero esa ya no es mi vida. Ven conmigo a la nueva.

Él, sencillamente, niega con la cabeza y agacha la mirada. Así, con el corazón roto alzo el vuelo, dejando tras de mí cientos de plumas amarillas en el suelo, alpiste esparcido y agua derramada.

Los meses pasaron, y sentada en un tejado junto a mi nueva amiga, Ash; un mirlo negro, observo a Will en su pequeña habitación con barrotes, una caja con rejas: una jaula para pájaros domésticos como lo era yo, una simple canario: una que nunca perdió la esperanza de cumplir su mayor deseo: ser libre. E irónicamente, a fecha de hoy, son los humanos quienes también se han encerrado en sus casas y, como Will, no salen. Solo dejan que la vida pase por delante de sus ojos como meros espectadores, esperando que algún día la libertad regrese a ellos.

Es marzo de 2020.

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