El Rastro de la Infancia

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El Rastro de la Infancia

Por: Santiago Casal Quintáns

Arturo, mi mejor amigo desde la infancia, era un ser muy vulnerable cuando tenía siete años,
pero, al parecer, nadie en su entorno era consciente de ello. Al menos, no lo suficiente. Porque
a esa edad somos ya grandes para responsabilizarnos de nuestra defensa en un mundo con
hostilidades y, sin embargo, pequeños de hecho, insignificantes como para que nos tengan en
cuenta más allá de los momentos en los que a los mayores les da la gana. Es un gran
inconveniente estar dotado con esa dosis de sensibilidad que te hace tan frágil.

Ser maduro en un cuerpo de siete años obliga a un ejercicio de enfrentamiento con la frustración
continuo, a diario y sin contar con la comprensión de los demás. Esa falta de empatía es aun
más dolorosa cuando se da en los padres, o en los hermanos mayores. Si a esa incomprensión
se une algún elemento perturbador en el ámbito doméstico, cual pueda ser el maltrato a la madre
por parte del padre, es decir, la presencia del trueno de Júpiter en tu propia casa, también cuando
duermes y eres del todo indefenso, es muy probable que en ese caldo de cultivo se desarrolle
un individuo raro, distinto, diferente a lo que se considera un tipo normal en el imaginario
colectivo. A veces, la propia superación de esas dificultades te convierte en una persona más
fuerte, capaz de sacarle más partido a la vida y de valorar sobremanera las pequeñas cosas del
día a día.

Pero no nos engañemos. Lo más frecuente es que los traumas de la infancia dejen una huella
indeleble en la personalidad y dificulten el proceso de maduración. Aquellas vivencias
excesivas en edades tempranas de emociones negativas son como piedras en el zapato que te
impiden en los momentos en que es preciso concentrarse en el presente hacerlo con firmeza,
con natural espontaneidad, en definitiva, con el despliegue de tus cualidades esenciales.
Esa categoría de personas entumecidas a ratos, o ausentes, o sufridoras sin motivo aparente,
como mi amigo Ernesto, pueden llegar a vivir una vida «normal», dentro de un esquema familiar
bien estructurado a los ojos de los demás.

Pero lo cierto es que en torno a ellos anida la tristeza, la angustia vital y, no pocas veces, el
aburrimiento existencial. Tienen una espina clavada que sólo sería susceptible de ser arrancada
a través de largas y frecuentes sesiones de psicoterapia. El clima afectivo, la índole de relaciones
dentro del hogar, cuando se dan situaciones de violencia, desamor, tratos desiguales, adicciones,
son una verdadera fábrica de sujetos que van a requerir mayor intervención del Sistema
Sanitario, mientras que su contribución en cotizaciones a la Seguridad Social y a Hacienda, en
el supuesto de trabajar en la empresa privada, serán muy inferiores a la media. Por eso procuran
orientarse, ya desde muy jóvenes, hacia desempeños profesionales que, aunque no les gusten
en absoluto, al menos si les ofrezcan seguridad e ingresos fijos a salvo de los vaivenes de la
economía. Procuran casarse con colegas que comparten también su gusto por la estabilidad, con
los que planifican la descendencia, las inversiones, los planes de pensiones, el volumen de
ahorro, los viajes guiados y el ritmo de las cópulas, si bien mantienen toda su vida la separación
de bienes.

En lo doméstico, su política de gastos es espartana. Son capaces de sacar hasta el último
miligramo del tubo de pasta dentífrica, que les llega para una limpieza a fondo, y son expertos
buscadores de ofertas y productos de marca blanca con calidad contrastada. Sin embargo, no
dudan en invertir un dinero cuantioso en aquellos signos distintivos, externos, de un supuesto
status: el piso amplio y céntrico con plaza de garaje, el SUV y el utilitario alemán o japonés, la
segunda residencia, cerca de la playa, y lo mismo cabe decir del mobiliario, del interiorismo
selecto, con presencia de madera noble, y, sobre todo, de los electrodomésticos, todos de gama
alta, en especial el televisor, de 55 pulgadas, con toda la conectividad resuelta. Está en la sala
y además de paliar los muchos momentos de baja comunicación en casa sirve para impresionar
a las visitas y soportar también de mejor manera los silencios.

A mí no me va del todo mal con mantener la amistad con Augusto y su mujer. Me pidieron que
fuera el padrino de su primogénito (tienen la parejita) y una vez al mes ceno en su casa,
invariablemente o pollo asado o poste gratinado. Con los niños ya acostados y después de que
yo les cuente un cuento inventado, nos hacemos un Netflix o un Amazon Prime en su enorme
sofá italiano en L, ante su TV-cine con surround. Me permiten que lleve una botella de tinto de
la Ribeira Sacra. Paula coge el punto con un vasito y está más locuaz a los postres. Luego, en
la mitad de la película, se duerme con la cabeza apoyada sobre el hombro de Augusto, momento
que aprovecho para despedirme hasta dentro de treinta días.

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