Por: Francisco Rodríguez Criado
Mi octogenaria madre no abandona, a mi pesar, la costumbre de hacer la compra en persona. Alega en su defensa que ir al mercado cada mañana la mantiene viva. “Si siempre me he encargado yo sola de llenar el carro de la compra, ¿por qué no iba a hacerlo ahora?”.
Ella, al contrario que mi difunto padre, o que yo mismo, siempre ha sido algo temeraria, un dechado de valor (si se prefiere que lo diga así). Ese talante combativo nunca me ha molestado; muy al contrario, me siento orgulloso de tener una madre positiva, llena de energías, una mujer que nunca se arredra ante los problemas o ante el peligro.
Pero ahora que la pandemia del coronavirus se está cebando con los mayores, estoy preocupado, y creo que con razón: en nuestro edificio ya ha muerto un matrimonio de su edad, y el portero, de tan solo 58 años, pasó tres semanas en la UCI.
Mi madre superó un cáncer hace tres años y le operaron una rodilla hace diez. Eso, unido a sus múltiples achaques, hacen de ella, como dice su oncólogo, “una bomba de relojería que puede estallar en cualquier momento”. Yo intento que entre en razón, la animo a que encargue la compra por teléfono, o que la deje en mis manos; le pido que sea precavida, que vele por su salud, pero ella afirma, muy satisfecha de sí misma, que “una mujer joven y fuerte como ella” –se le olvida que acaba de cumplir 83 años– no tiene nada que temer. Y añade que “este virus es cobarde, y solo se arrima a ti si muestras tus debilidades”.
De nada sirve explicarle que un virus no es un ente intelectualizado, que no piensa, ni siente, ni padece, que no tiene nada de literario y, en cambio, sí mucho de real. Recordarle a mi madre que los virus no tienen la potestad de ser cobardes ni de batirse en retirada, como ella pretende, es como recordarle (a ella, a mi madre) las recomendaciones médicas.
–Mamá, ya han muerto más de un millón y medio de personas en todo el planeta por culpa del dichoso coronavirus.
–Tranquilo. Yo no soy de este planeta, ya lo sabes –dice, y sonríe.
Y en esas estamos.
Para mi madre prepararle la comida a su hijo único sigue siendo su razón de ser. Y tanta entereza por su parte, tanto apego a sus obligaciones, tal desafío al miedo no hace sino aumentar el mío, y de paso resaltar su autoridad materna al tiempo que visibiliza mi pobreza de espíritu. No soy más que un hombre de mediana edad, un gris funcionario kafkiano, un alma frágil que no se atreve a abandonar el nido familiar, no sé muy bien si por responsabilidad filio-maternal o por miedo a emanciparme y sufrir, a pecho descubierto, esta enquistada soledad que nunca me abandona.
…
Plátanos, manzanas, tomates, espinacas, pimientos rojos y verdes, remolachas, sardinas, boquerones, bacalao, truchas, merluza, salmón, pechugas de pollos filetes de ternera, codillo, huevos, jamón, chorizo, lomo…
Toda esta gama de alimentos, toda esta explosión de colores se reflejan en la mirada joven de mi madre cuando entramos en el mercado. Sus ojos, de azul intenso, brillan cuando observa y compara los productos, cuando conversa con los conocidos, cuando bromea con los vendedores o cuando me cuenta su primera vez en el mercado, siendo niña, caminando cogida de la mano de su madre, mi abuela Pilar. Su narración es toda una declaración de intenciones.
Mi madre, mi querida madre, valiente o imprudente, joven o mayor, abnegada o inconsciente, a quien yo, preocupado pero convencido, acompaño muy pronto cada mañana en dirección al mercado, apático, serio, flojo, eterno hijo único, muerto de miedo y aprensión, pero a su lado, siempre a su lado, tirando a su vera del carro de la vida…
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