Por: Alberto Amórtegui
El sonido de las ambulancias, rompieron el silencio de la noche, María se acunó en el regazo de su madre y mirándole a los ojos en medio de la penumbra le dijo que ella no tenia miedo, la madre se santiguó con un “Ave Maria Purísima”.
–Aquí no nos va a pasar nada, mamá; todo va a estar bien- Carmen sabía que en parte su hija tenia razón, ya lo más difícil había pasado. María de tan solo 9 años ya había vivido momentos duros; como la noche que escucharon los perros ladrar a lo lejos antes de que de los primeros disparos de fusiles y llegaran los paramilitares preguntando por el líder indígena del resguardo.
–Venían a matarlo–…
Carmen recogió lo que pudo meter en dos escasos bártulos, despertar a sus tres hijos que, obedientes y silenciosos, la siguieron monte adentro, selva arriba, noche espesa, sin luna que llorara la muerte.
Escucharon los gritos de las mujeres, los golpes, las quejas y los disparos….
–¡¡Dónde está ese indio arrastrado y revoltoso!!
–¡¡Ustedes lo están escondiendo y si no me lo entregan aquí matamos hasta el gato!!–
–¿Y dónde está Carmen, la maestra?… Ella debe de saber dónde está escondido el indio… Y si no también no la cargamos.
Dos años había pasado de esa noche funesta, ver como ardían los ranchos y la escuela, sentir cómo el miedo aprieta las tripas. Miedo por ella y por cada uno de sus hijos, por cada uno de los que gritaban.
Un familiar la sacó del infierno, de las amenazas, del horror y aunque ahora vivía lejos de ese espacio y tiempo, no dejaba de recoger a sus hijos en abrazos interminables para instintivamente protegerlos.
–Tranquila Mamá; aquí no nos va a pasar nada.
Ahora no eran las ambulancias las que sonaban. El ruido era como la lluvia cuando comienza a caer hasta hacerse un estruendo. Los aplausos de los vecinos desde sus ventanas y balcones animaban a los sanitarios en su lucha contra el virus.
Dejar un comentario