Confinados

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Confinados

Por: Antonio Fernández Álvarez

Septuagésimo primer día de la alarma sanitaria, Ana, una mujer luchadora. Ya nada será igual. Yo seré otra diferente a la que fui. Mi vida, como la de muchas personas, se había puesto patas arriba, de la noche a la mañana, me vi recluida en casa. Con un miedo atroz, no solo por mí, sino por mi familia, mis hijos, mi marido y todas aquellas personas que de una manera u otra son parte de mi vida.

Un virus, un pequeñísimo bicho, como vulgarmente le llamaban, estaba desatado en todo el mundo, contagiaba tan velozmente que saturaba el sistema sanitario de todos los países, y lo peor es que diezmaba a la población más vulnerable, ancianos, y a personas con patologías que hacían que su sistema inmunológico fuese más frágil.

Los gobiernos de todos los países del mundo optaron por proclamar un estado de alarma que nos confinaba en casa. Solo aquellas personas que tenían un trabajo esencial podían ir a trabajar. No me gustó, esa distinción me chirriaba, la entendía perfectamente, pero en mi mundo, aquel mundo de la igualdad que tanto pregonaban los políticos y que no había llevado a ser un estado democrático, ahora descubría una diferencia en el trabajo, yo ya sabía que lo había a nivel de ingresos y del modo de poder conseguir llevar dinero a casa, para algunos es más fácil que para otros, pero para todos es esencial obtener dinero a cambio de trabajo para poder vivir, él y los suyos.

Proclamaron héroes a aquellos que hasta entonces eran vilipendiados con sueldos ínfimos e incluso con trabajos como el de las limpiadoras que siempre habían sido ninguneadas. ¿Acaso no éramos héroes todos? Sí, ciertamente ellos estaban en el frente, “otro error, los políticos se habían empecinado en decir que estábamos en una guerra”, pero nosotros en casa soportamos los daños colaterales y como es habitual el desorden general de las cosas siempre lo sufrimos los mismos. ¿Héroes? Qué pena, cuando pase todo esto serán olvidados. Creamos tan rápidamente ídolos que igualmente los desbancamos cuando ya hemos fabricado otros.

Me vi, en casa, había perdido todos los derechos de esa tan cacareada Constitución que nos dimos cuando cambiamos de un régimen totalitario que había durado en este país cuarenta años. Caí en la cuenta que no era libre para salir a pasear con mis hijos, ir a ver a mis padres, a mis amigos, etc. ¿Dónde quedaban todos los derechos? Mi salud se resentía, física y psicológicamente. Me sentía como un barco a la deriva. Comprendí que la muerte, está ahí acechándonos y que debemos vivir acostumbrándonos a ello, ser conscientes de que forma parte de la vida, cierto es que ahora no solo podía morir yo, sino que podría ser vehículo transmisor y ocasionar la muerte de todos aquellos que simplemente pasen por mi lado. Pero me reconozco una persona responsable, solidaria y por lo tanto sé cuidarme de mí misma y procurar no cometer errores que puedan perjudicar a otros. Así que estoy dispuesta a seguir todas las recomendaciones que nos den las autoridades sanitarias, que no las políticas que ya me han dado muestras para no confiar en ellas. Pero obviamente, necesito vivir. Salir a mi trabajo, que es fundamental para poder seguir con mi vida, salir a pasear y hacer aquello que en definitiva es vivir. Tenemos que salir ya, más pronto que tarde.

Ya nada será igual, habré cambiado mi modo de ver las cosas en muchos aspectos, quizás esté más confundida, pero he cambiado, no sé, me siento cansada, sé que no debo abandonarme soy madre, esposa, hija, hermana, amiga. Seré diferente a la que fui, pero sin duda seguiré siendo una luchadora frente a las adversidades.

Septuagésimo primer día de la alarma sanitaria, David, un viejo, solitario.

Me siento tan gris. No puedo olvidarme que tengo ante mí la duda de romper con todo, de revelarme de no seguir sometido a los caprichos de un virus que nadie sabe cómo ha venido ¿o sí?, y de un gobierno que con más errores que aciertos nos ha llevado hasta aquí.

He envejecido estos setenta un días, tanto que no me reconozco, he sufrido los cambios físicos así como psicológicos y sociales de una manera brutal. No me importa que mi barba ni el poco pelo de mi cabeza sea un color más blanco. No creo que los cambios psicológicos puedan afectarme más de lo que ya me afectaba mi propio, yo, el cual siempre ha estado en conflicto con mi ello. Pero lo que sí me ha herido de muerte son los cambios sociales.

He envejecido, quizás no he madurado, solo me siento un corazón solitario, con una carga de penas, que se pregunta a dónde va.

Septuagésimo primero día de la alarma sanitaria, Palacio de la Moncloa:

Todo lo que hago es para salvar la vida de los españoles y las españolas, gritaba Pedro.

Su mujer lo había sacado de sus casillas y ella estaba dispuesta a no dejarle en paz hasta que obtuviera su palabra de que cesaría a Pablo.

María Begoña era muy de izquierdas, pero no entendía cómo su marido no veía que Pablo le estaba comiendo la tortilla, éste aparecía en televisión siempre anunciando buenas noticias y parecía que todo lo que se estaba haciendo procedía por su postura frente a los miembros del gobierno del PSOE, que sucumbían a sus proposiciones.

¿Tú te estás oyendo? Eso no se lo cree nadie ¿No te das cuenta de que te está ninguneando a ti y a todos tus ministros?

María Begoña, dijo Pedro con retintín, no me estarás vacilando.

Creo que lo estás defendiendo en demasía, ni que te acostaras con él. Sugirió su esposa. Miró a su mujer con desprecio.

Ésta sostuvo su mirada y espetó: es que no es normal, no te entiendo. Mejor dicho no te entiende nadie. No comprendo ni cómo el partido no ve a dónde lo llevas con tu postura radical. Pablo parece el presidente y tú la marioneta que él mueve. La pandemia no será quien ponga fin a tu mandato, será el hambre, los desórdenes sociales por lo molesta y enfadada que está la gente por la burda gestión de tu gobierno, las barahúndas en las calles terminarán asaltando el Congreso, y hasta el mismo palacio de la Moncloa. Volveremos a las andadas, ¿quieres enfrentarnos a todos?, maldita sea despierta ya, gritó, rompiendo en un llanto ahogado.

Salió de la habitación dando un fuerte portazo y por vez primera se dio cuenta de que Pedro no solo había engañado a todos sino a ella misma. Sí, ahora lo veo, es un ególatra y todo lo que hace, lo hace con postureo. Pedro, meditó unos segundos, antes de marcar en su móvil el número de Pablo, tras tres toques de llamada escuchó la voz de su interlocutor. ¡Dime Pedro!, ¡Pedro!, ¡Pedro!, estás ahí dime.

Su cobardía le había superado y colgó el móvil.

Septuagésimo primero día de la alarma sanitaria. Pedro parado de larga duración.

En muchos hogares de España tras setenta y un días de confinamiento sin entrar un euro en casa hoy toca hacer recuento en la despensa para racionalizar provisiones. Porque lo malo de las casas modernas es que no hay ni ratas para llevarse a la boca.

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