Casa Okupada

Por: Christina de Fran

Relato breve: Casa Okupada

No sabíamos de quién era la casa vacía de la calle Monzón, pero le hacíamos un favor okupándola.

Entre mi compañera y yo reparamos el tejado y las ventanas. Barrimos de los suelos la hojarasca y la mierda de pájaro. Tiramos una alfombra medio consumida por las polillas. Unas manchas oscuras desfiguraban el linóleo de debajo. Fregamos con lejía hasta quitarlas.

Abrimos los grifos y nos alegramos de ver que salía agua. También funcionaba la luz. La calefacción, no. En el sótano había dos grandes depósitos de gasoil medio llenos y una caldera. Decidimos llamar al fontanero algún día. Nos quedamos mirando el suelo del sótano: Partes de tierra batida se alternaban con el hormigón. —Igual hay muertos enterrados— bromeó mi
compañera. Con la boca seca me obligué a reír.

En la cocina encontramos una sola cazuela y una sartén, pero dos docenas de cuchillos. Todos largos, resplandecientes y bien afilados. Los fregamos para aprovecharlos. Decidimos aprovechar también la mayoría de los muebles. Sólo tiramos el colchón de la cama de matrimonio porque tenía manchas oscuras parecidas a las del suelo. Sacamos del armario la ropa, de anciana toda, y metimos nuestras cosas.

Los vecinos del barrio nos miraban con recelo al principio, pero a lo largo del verano nos hicimos amigos. Varios nos invitaron a comer a sus casas. Sin embargo, nadie quiso venir a visitarnos. Tampoco nos querían hablar de la dueña anterior de nuestra casa.

—Dejemos en paz las viejas historias —dijo la vecina de enfrente— Así tal vez podréis vivir aquí.

Creí que se refería a alguna trifulca de familia. Tal vez había disputa entre los herederos de la señora, y por ello nadie venía para echarnos. No pregunté más.

Poco a poco fuimos vaciando más muebles. Conforme abríamos los cajones, aprendimos un poco sobre la señora cuya casa teníamos okupada. En unos papeles del banco vimos que cobraba pensión de viudedad, pero no encontramos huella del difunto esposo. A cambio, encontramos fotos de mujeres. Había cajones llenos de recortes de revistas con la princesa Diana, modelos y actrices, todas encintas, por alguna razón. También los amarillentos libros de los estantes iban todos sobre el embarazo y la maternidad.

El último mueble que abrimos fue un baúl en el pasillo. Hallamos dentro una caja de madera más pequeña llena de telas blancas: ropita de bebé, toda sin usar. La caja misma resultó ser una cuna al estilo antiguo, adornada con florecitas pintadas. Sacada la cuna, en el baúl quedaba un fardo envuelto en tela. Lo saqué y lo abrí. Me cayeron al regazo varias cuerdas de cáñamo. Tenían manchas oscuras de las que se desprendía un polvo como de hierro oxidado.

Pregunté a la vecina de enfrente. Cuando le mostré las cuerdas, ella me contó que en la ciudad solían desaparecer mujeres embarazadas.

Hemos decidido quedarnos en la calle Monzón. Hemos puesto radiadores eléctricos. No bajamos al sótano. A veces creo que oigo ruidos desde allí abajo, pero de momento nos dejan en paz. Los cuchillos, los hemos tirado.

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