La Marcha de los Pífanos

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La Marcha de los Pífanos

LA MARCHA DE LOS PÍFANOS
Alberto Arecchi

Un ritmo palpitante de tambores y flautas, pífanos y tambores. Comenzó al
amanecer, el ritmo venía del cielo… pero: “¿Dónde?” Preguntarán ustedes. No sé, nadie
lo sabía. Empezó con suavidad, como un rumor lejano, como un trueno de temporal
pasajero. Un rollo destinado a desvanecerse en los ecos y en el canto de los pájaros que
se elevaba en los campos. Sin embargo, no fue así: todo el pueblo fue despertado por un
disparo de un bombo, y – a seguir – por el inicio de una marcha alegre. El ritmo llenaba
las cabezas, hacía venir ganas de levantarse, salir de la casa y empezar a caminar.
Parecía la marcha de un ejército de la antigüedad, uno de los ritmos alegres que
llevaban las masas de los campesinos, vestidos con poca ropa, mal alimentados y
armados, para marchar hacia la muerte. La ciudad entera se movía al ritmo de la
marcha: mil tambores, un millar de pífanos, y tal vez algunas trompetas en contrapunto,
llamaban a la gente a salir de casa, derrocar en las calles, avanzar hacia los parques,
alejándose de las zonas residenciales.

Una chica, Lisa, escuchó el llamado de los tambores. Salió al jardín y miró hacia el
cielo. Inmediatamente le tomó la voluntad de salir de la casa, de unirse a la corriente de
personas que caminaban por la calle y se fue, como hipnotizada. Los caminantes se
pusieron en marcha, uno tras otro, como si hubieran oído la llamada del Hombre Viejo
de la Montaña, como los niños de los cuentos de hadas. Sin embargo, no se iban para
saltar a un río. Salieron de la ciudad, se determinaron para la carretera principal.

La música guiaba al pueblo de caminantes hacia un destino misterioso. El ritmo,
proviniendo de la nada, animaba las personas. Todos caminaban decididos, algunos con
paso más sostenido. Había quien se movía como si estuviera corriendo en un parque.
Algunos aludían a movimientos de baile, inspirados en el ritmo que parecía descender
del cielo. Caminaron, caminaron hasta se cansar. Entonces comenzaron a organizarse
mejor. En el camino, había quien ofrecía comida y refrescos. Se añadieron otros
viajeros, con bebidas y suministros.

Los puentes y las curvas, las jorobas, las cunetas, los rectilíneos y las explanadas, los
campos de arroz y los campos de caña de barbecho. Todo el mundo fluía a cada lado de
la calle. El camino terminaba, pero no se quedó el golpeo, empujando a la gente a
moverse cada vez más lejos, aventurándose en un mundo desconocido. Siguieron
avanzando por un camino de tierra, una pista, en un bosque salvaje. Treparon,
ayudándose unos a otros, en las rocas que dominaban el valle. Llegaron a lo alto,
mirando el mundo a sus pies y fueron más allá, siempre siguiendo la llamada mágica de
pífanos y tambores.

La pequeña Lisa era muy divertida, en contacto con el mundo colorido de tanta gente
feliz, moviéndose con total libertad y ayudándose a sí mismos. Parecía estar en un circo,
o en el escenario de un teatro.

Vino el momento cuando la multitud llegó a un camino que parecía un obstáculo
insalvable. Frente a todas esas personas, aparecía una gran extensión de aguas
tranquilas, apenas arrugadas por las olas de una brisa ligera. El ritmo que había llevado
la marcha en esos días se hizo más ligero, un redoble de tambores en el fondo con la
melodía dulce de las bocinas. Los flautos dominaban en ese momento, sobre la presión
de los pífanos. Reunieron madera y otros materiales, comenzaron a construir barcos.

Una pequeña flota navegó lejos de la orilla, empujada por los vientos y atraída por la
música misteriosa. Lisa se fue en un barco que parecía hecho de cartón colorado. Se
preocupó sólo de la belleza de su medio de transporte. Vivía esos momentos como un
día de vacaciones y de fiesta, en que todos querían todos y cada uno jugaban. Cuarenta
días y cuarenta noches, como se narra en los cuentos antiguos. La música celestial
estaba siempre con ellos, ahora más dulce, a veces con tonos más sostenidos. Alguien
remaba, otro pescaba, otros tomaban cuidado de la vida cotidiana de las pequeñas
comunidades que se formaron en los barcos. Lisa hizo amistad con el pueblo en su
barco. Ellos eran muy agradables y siempre la hacían sentir a gusto. No podía aburrirse
durante los largos días en el mar, como había sucedido en la escuela. Finalmente,
llegaron a una isla remota. Una gran isla con recursos ricos, en la cual no había – y
nadie había traído – ni armas ni bancos, ni petróleo, ni plástico, ni dinero.

Llegaron a la nueva tierra y desarmaron los barcos. Los hombres decidieron
instalarse en el lugar que habían alcanzado. El nuevo hogar era una especie de paraíso
terrenal, todavía virgen, lleno de agua y de frutas.

Ahora el ritmo celeste se había convertido en una especie de suave música de fondo,
apenas articulada, que se confundía con el susurro de las hojas. Los recién llegados se
extendieron por todas partes, buscando un lugar para establecerse. Se comenzó a
construir cabañas, hacer amistad con los animales de la zona, a cultivar algunas plantas.

Nunca supieron lo que había sucedido en el mundo que habían dejado atrás. No
sintieron ninguna nostalgia de automóviles y televisores. Se ocupaban de cultivar y
cosechar los frutos de la tierra y vivir en paz con sus vecinos, con quienes había trabado
amistad durante el viaje. Con el tiempo, los habitantes de la isla se quedaron
convencidos de que la historia de la “Gran Marcha” no fuese nada más que un mito del
pasado remoto, contado por los mayores para enseñar el amor mutuo y la fraternidad.

La generación de la marcha, ahora, se ha ido. Sólo la pequeña Lisa es la última
sobreviviente. Sus recuerdos se han nublado y no habla con nadie acerca de su infancia.

Desde su pequeña granja, una vez por semana, va a la ciudad en los días festivos. La
gente joven tocando y bailando en una arena improvisada. A veces, cuando la música es
muy rítmica, la antigua Lisa vuelve los ojos al cielo y es absorbida, como en éxtasis,
como si estuviera hipnotizada por el ritmo o la memoria.

Un amigo mío – escéptico – dice que ésta es una fábula, un mito del pasado, y que
hoy en día ya no es posible navegar a nuevas tierras. La carrera de la información, en el
mundo, nos hace parecer que ningún secreto exista más, y que se conozcan todos los
mínimos rincones del planeta.

Ayer, sin embargo, oí del cielo un rollo lejano de tambores, y me parecía que cañas
de pífanos tocasen sus notas. Los habitantes de las zonas que rodean el gran desierto
están saliendo de sus casas, y se mueven en grupos pequeños. Las colas siguen sin rotas,
caminando frente al mar de arena, con la esperanza de llegar a una tierra soñada. Ellos
prevén un futuro de riqueza, en que no falten ni agua ni comida. Ellos piensan andar
hacia un mundo radiante, inspirado por la solidaridad. En que sólo falten la violencia y
la opresión del hombre por el hombre.

¿Qué dificultades encontrarán, a lo largo de su viaje?
¿Cuál mundo encontrarán, en el otro lado?

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