Por: AJ Andrade.
Jacinta, despertaba con el primer relincho de las vicuñas que ululaban en la vastedad del campo, su patio de casa. Con amor de madre, apresuraba los pasos para atizar un mortecino fuego alimentado con guano de oveja y pequeños trozos de arbusto. Preparaba el desayuno de Rómulo, quien remoloneaba sobre los cueros de llama sus últimos minutos de sueño; asomaba la inexorable hora de partir rumbo al Sur, a la escuela; el deber lo llamaba, ya no podría disfrutar más del calor ni del confort de su cama, debía enfrentar el gélido camino a su aula. Con sus siete años de niño, ya era un adulto derritiendo el hielo para lavar sus agrietadas manos y su rostro sereno, de sonrisa complaciente y mirada preguntona.
Antes que destellen los primeros rayos de luz, mamá Jacinta ya tenía el mate cocido con leche, el trozo de pan y queso de oveja; necesarias calorías para caminar los 8 km que a Rómulo lo unía al conocimiento, al encuentro con sus amigos, a la algarabía del patio entre clases, al bienestar de sentir el generoso almuerzo escolar en su estómago.
Asomaba el sol, mientras el aire cada vez más frío se arrastraba apresurado —cual serpiente— escapando de una muerte inminente. Rómulo, a paso firme y constante, rumbeaba a su escuela por el paisaje siberiano de la Puna Argentina; bajo un cielo azul cada vez más intenso, era un Buda niño caminando absorto en sus pensamientos, pero sonreía de tanto en tanto cuando algunos arbustos señalados con hilos de lana teñidos de color rojo, azul y amarillo le recordaban las marcas que mamá Jacinta había dejado para que Rómulo no se perdiera en el camino cuando, hace dos años, se dirigía por primera vez a la escuela. Hilos de hielo sobresalían en su cabello recientemente lavado; con la nariz húmeda, las orejas agrietadas y sus pómulos color bronce, Rómulo afrontaba —impasible— el clima hostil de tan matutina hora. Sus ojos escaneaban meticulosamente el suelo buscando alguna lagartija aletargada en la fría mañana; solía ser —si la encontraba— su mascota por unas horas. De reojo percibía la altura del sol en el horizonte y al cruzar un banco de arena —reminiscencia de un río de verano— sabía que ya
estaba en la mitad del camino; en las cercanías, vicuñas y llamas retozando y festejando al sol, así lo confirmaban.
Una columna de humo en la distancia, acompasaba el balido débil de las ovejas y el rebuznar de los asnos; era la música que acompañaba su tránsito. Su cuerpo empezaba a tiritar, el calor del desayuno ya se había agotado y su escaso abrigo de lana lo advertía; pero eso no importaba, Rómulo sabía que tal suceso indicaba proximidad a su escuela. Su aguda visión localizaba en la distancia a Jeremías, un arbusto de nombre acordado y “propiedad” compartida, que resguardaba sus zapatos escolares y las de Valerio su amigo que venía del Este; en solemne acto, allí dejaban sus viejas zapatillas de caminar diario y montaban sus pies en la incomodidad del calzado formal. El encuentro de los amigos en torno a Jeremías, arrancaba sonrisas de héroes caminantes, borraba el sufrimiento del camino e indicaba el último tramo, ahora compartido al calor de la amistad. Rómulo y Valerio miraban simultáneamente la altura del sol y con ello sabían qué ritmo aplicar para llegar a horario. Tiritando, miraban sonrientes al reloj de la escuela, habían llegado cinco minutos antes de las nueve, y aunque el termómetro registraba 18 grados centígrados bajo cero, esa información nada significaba a Rómulo ni a Valerio.
Las nueve en punto y 21 alumnos formaban rigurosa fila frente a la bandera Argentina que flameaba orgullosa, aunque insignificante ante el paisaje siberiano de la Puna. Pensando en el bienestar que depara la leche chocolatada caliente y dulce del desayuno escolar, 21 voces coreaban a la bandera su canto sin pena, pero con la gloria de —cual Sísifo— haber llegado a la meta para de vuelta empezar mañana.
Tañía suavemente la campana escolar anunciando la merienda generosa de azúcar y abundante de pan. También marcaba el fin de la jornada; Rómulo oteaba ansioso buscando a Valerio, su amigo y compañero de periplo; encontradas sus miradas, compartían una sonrisa cómplice; ya lo habían pactado, una aventura deparaba en su retorno a casa. El camino —vasto por doquier— generoso de arbustos, arena y paja brava no admitía huellas de caminante; había que percibirlo con agudeza sensorial y experiencia de baqueano. Rápidamente encontraron a Jeremías, su apreciado arbusto, donde devolvieron a sus pies el encaje perfecto de la vieja zapatilla delgada de suela e irremplazable prolongación de sus anatomías plantares. Acompasados por el canto del viento y ágiles como él, sus siluetas se desvanecían en el paisaje orientando sus cuerpecitos en otra dirección; hacia el Oeste, donde abundaban los burros del abuelo. Allí estaban Negrito y Gris, dos jóvenes asnos dispuestos a jugar una gran carrera con Rómulo y Valerio. Mientras correteaban para atraparlos, soñaban que, algún día, montados sobre el lomo de Negrito y Gris atravesarían el campo a todo galope, hacia el lugar donde nace el arco iris para atrapar sus colores y luego a donde se esconde el sol para atrapar su preciado calor. La felicidad del momento no atendía al rigor de Cronos —el tiempo— ni del clima invernal de la Puna. Un vientecillo fresco y la música vespertina advirtieron cambios. Rómulo y Valerio observaron instintivamente al sol; se había hecho tarde. Raudamente; enmudecidos pero felices recordando que el retozar de Negrito y Gris los amigos, rumbearon a casa. No hacía falta la palabra ni el gesto; en el punto de bifurcación la separación devino natural; sin ceremonias ni pausas Valerio hacia el Este, Rómulo al Norte.
El aire enfriaba rápidamente y el cielo matizaba con tintes rojo-anaranjados, Rómulo apresuraba su marcha; gorriones, roedores y lagartijas imitaban la premura; todos buscaban refugio para soportar otra fría noche en la acogedora intimidad de la oscuridad siberiana. Una tropilla de jóvenes vicuñas aún musicalizaban la tarde que agonizaba mientras el resto del hato se agrupaba celosamente, necesitaban el calor de la cercanía y la seguridad de la manada. Los ojos de Rómulo se esforzaban para robar luz a la devoradora oscuridad; a lo lejos pudo distinguir vicuñas que ya agrupadas en posición de sueño saludaban fijamente a la uña de sol que alumbraba el horizonte, allá lejos, donde Rómulo y Valerio llegarán un día no lejano montados sobre Negrito y Gris para atrapar su luz y calor vital.
Rómulo sabía que la sentencia de Cronos era inapelable, era tiempo de oscuridad; sabía que estaba próximo a la mitad del camino y debía resolver su avance mientras el cielo tornaba cada vez más al negro profundo, unánime; allí asomaban tímidamente las primeras estrellas que más tarde serán millones de luces adornando el cielo siberiano y quizá alumbraren el camino de Rómulo. No había tiempo para desesperar, ni llorar, ni gritar, todo gesto era inútil y ágilmente devorado por la inmensidad del silencio nocturno, infinito, de muerte cierta. Era tiempo de dialogar con la naturaleza de igual a igual. Con pasos tímidos, como respetando el sueño de los habitantes nocturnos, Rómulo esquivaba las siluetas de los arbustos y tanteaba algunos con la esperanza de encontrar los hilos de lana que mamá Jacinta había atado hace dos años para indicarle el camino en su primer día de clase. Instantáneamente experto en oscuridad y amigo del frío, sabía que no debía detenerse y caminaba, caminaba y caminaba convencido de que siguiendo en línea recta se vuelve al punto de partida; “ya vendrán tiempos de claridad” se repetía; entendía a la oscuridad como promesa de luz.
Sus sentidos agudizados percibían texturas extrañas de senderos nunca pisados, silencios foráneos, olores distintos, aire con sabor a otro; nada de eso lo amedrentaba; adelante estaba su meta, su casa, su madre, sus ovejas, su perro, su gato, su vida. El atrás no existía. Pensaba en mañana sábado, intentaba recordar dónde había dejado su honda, juguete y arma muy necesaria para proteger a sus ovejas que debía pastorear. Una pequeña luz titilaba distante a su izquierda; giró repentinamente hacia ella, conocía el fuego y sus virtudes calóricas, sabía que debía alcanzarlo. De a ratos parecía un punto y al instante una hoguera gigante; “la danza del fuego”, murmuraba apresurando su marcha. Sonreía Rómulo cuando sus pies percibieron suelo amigo; su corazón ponía ritmo de gloria, había reencontrado su rumbo Norte; nunca olvidaría la textura, el olor, el sonido ni el sabor del camino hacia el Este.
Su camino amigo se percibía cálido y receptivo; un manto de humo abrazaba a Rómulo, disputándole espacio al frío siberiano. Bajo un andar cauto y firme, sus ojos serenos, ya podían distinguir muchos pequeños fuegos en extinción. En el más próximo, mientras el arbusto avivaba una llama gigante, estaba la silueta de mamá Jacinta atizando el fuego vital que iluminaba el camino a casa, estaba mamá Jacinta aguardando el retorno del hijo, su pequeño Rómulo, su niño-hombre, su niño sabio.
La honda colgada en un clavo de pared, arrancó una sonrisa plácida a Rómulo.
Con la luz del sol por todo reloj y los puntos cardinales por rumbo, Rómulo —provisto de su honda, habas secas, maíz tostado, un trozo mínimo de queso y algo de agua— emprendía su épico sábado; las ovejas lo esperaban, la jornada de cielo azul intenso a negro profundo lo esperaba. El solemne paisaje siberiano abrazaba a su niño-hombre, a su niño sabio, cantándole su melodía de majestuoso silencio.
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