El Último de la Resistencia

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El Último de la Resistencia

Por Dr. Rock 1975

Siempre he negado su existencia. Su utilidad. ¿Quién consumiría sustancias peligrosas sin fines lúdicos? ¿Quién sucumbiría a los encantos de una intoxicación por metales pesados? Yo no, desde luego. Y, ahora que por fin se ha acabado el confinamiento obligatorio total, ya nada se interpondrá entre mis deseos y yo. Tomo las tarjetas de embarque y, mientras un escalofrío congela mi espalda, imagino mi estancia en el mejor destino del planeta.

Cierro los ojos y me veo en el sur de Odzala, en el santuario de Lossi, rodeado de hermosos y gigantescos gorilas. La emoción enrojece mi cara, la temperatura de mi cuerpo aumenta, rompo a sudar como si ya estuviera admirando el celo y las aguas mágicas, de colores cambiantes, de las interminables playas de arena fina de Pointe-Noire. Contengo las lágrimas en mis ojos enrojecidos al anticipar el recorrido por el cauce del segundo río más caudaloso del mundo tras el Amazonas. Garzas, peces gato y cocodrilos serán mis cicerones de agua dulce. Las águilas sobrevolarán la selva con su porte elegante, planearán sobre su vegetación exuberante, repleta de orquídeas de todos los colores, de árboles cuyos nombres son una invitación irrechazable a la aventura.

La siguiente etapa sería, tras evitar el paso por el destino más típico, Kinshasa, Brazzaville. Allí, cerca de la rotonda de Moungali, a la sombra de un precioso jardín arbolado, se erige la reputada escuela de pintores de Poto-Poto. Sus paredes, abarrotadas por las creaciones de sus jóvenes artistas, serán un placer para los sentidos.

El bus se detiene en la terminal 1 del aeropuerto. Emocionado, me sueno la nariz. Respiro hondo. Y atravieso la puerta giratoria. En la sala enorme, los humanos, imitadores de un hormiguero en pleno ataque, van y vienen sin descanso. Estiro del cuello de mi chaqueta. Me bajo la cremallera. Acalorado, con la camiseta empapada en sudor, me dirijo al control de seguridad.

Me detengo al final de una cola kilométrica. La concentración humana, la falta de ventilación hacen hervir el mercurio. La espera resulta insoportable. Desesperado, me quito la chaqueta y doy vueltas sobre mí mismo.

Enseguida llega mi turno. El guardia me hace señas. Dejo los objetos metálicos en la cinta transportadora. Atravieso el arco de seguridad. Un tipo, con pintas de enfermero, me da el alto. Me pone el termómetro de infrarrojos en la frente, me mira la cara y un mohín de preocupación se dibuja en su frente. Me señala, niega con el dedo.

– ¿Qué pasa? –pregunto tras encogerme de hombros.

– Hágase a un lado, caballero –dice el enfermero con voz rutinaria-.. Y diríjase al dispensario.

– ¿Por qué? Si me entretengo, perderé el vuelo y…

– Menos preguntitas –dice el guardia-. Y más caminar hacia el dispensario.

Me cruzo de brazos, clavo los pies en el suelo, niego a cabezazos. Acto seguido, dos tipos enfundados en batas de seguridad con capucha, gafas protectoras y guantes, me inmovilizan. Me arrastran fuera de la cola, me lanzan sobre una camilla. Y ésta avanza por el pasillo. Sus ruedas giran y giran entre lamentos. Bajo su atenta mirada, me agito. Lucho por salvaguardar el estado de mi sistema inmune. Me acarician el pelo, me piden calma. Pero sus voces me dejan el sabor a nada además del olor a ajo del arsénico y sus miradas inexpresivas me hielan la sangre. No me resigno a perder mi protección natural, a ser pasto de la enfermedad. Me vuelvo a agitar. Las correas tatúan su contorno sobre mi piel. Tuerzo el gesto y dejo de luchar cuando la camilla se detiene junto a una enfermera ojerosa, con cara de pocos amigos. Pregunta mi nombre. Ellos asienten. Abro los ojos con desmesura mientras ella carga una jeringuilla de solución.

Resoplo. Ya no haya vuelta atrás. Lanzo un grito desesperado cuando la aguja atraviesa mi piel. Y yo, tras haber negado su utilidad durante años, me doy cuenta de mi error, comprendo el estado de las cosas. Debo renunciar a mi estilo de vida, a mis principios para cumplir mis sueños más adelante, en un futuro hipotético. Dejo de resistirme. Relajo los músculos del brazo. Y ahora corre por mis venas una carga de baja intensidad del virus del sarampión.

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